Un apagón sin muchas luces

Cuando, el pasado viernes, diversos monumentos en toda Europa y en el mundo, así como miles de hogares, apagaron la luz al unísono durante cinco minutos, entre las ocho menos cinco y las ocho de la tarde, España redujo su consumo eléctrico un 2,5%. Una cifra que no es desdeñable, pero que tampoco resulta muy significativa. De lo que no se dice nada es de los niveles de consumo del día siguiente.

Como medida para llamar la atención, apagar las luces está muy bien. El apagón fue algo especial, algo mágico, una medida extraordinaria, una iniciativa a la que se sumaron miles de personas de muchos países. Pero fue una medida extraordinaria, un apagón único, cinco minutos de gastar menos. Y es ahí donde radica el problema. Que se trata de algo extraordinario, cuando nuestra conciencia energética debería de ser una praxis cotidiana.

Bien cierto es que se trató de una llamada de atención, una llamada para concienciar al mundo, y por ello no deja de ser un hecho loable. Pero sigue siendo necesario que practiquemos nuestro apagón particular de todos los días. No se trata de apagar las luces durante cinco minutos a diario; eso no tendría el más mínimo sentido. Se trata, por el contrario, de que las luces que tengamos encendidas sean, en primer lugar, útiles. De nada sirve mantener la luz en una estancia si no hay nadie que aproveche esa iluminación. En segundo lugar, se trata de que sean eficientes. No se trata de tirar las bombillas que tenemos ya instaladas, pero en cuanto éstas se fundan, conviene sustituirlas por otras de bajo consumo. Con ello no sólo se ahorra en la factura de la luz, también se evita la emisión a la atmósfera de muchos kilos de CO2.

Pero la energía eléctrica es mucho más que luz. La electricidad sirve para cocinar, para calentar la casa, para ducharse con agua caliente, para lavar la ropa, y un largo etcétera. De lo que se trata, en definitiva, es de que convirtamos nuestras necesidades en un consumo eficiente. Los escépticos del ecologismo pretenden en ocasiones defender sus posturas argumentando que no tiene sentido vivir incómodo para cuidar del planeta. En absoluto se trata de eso. No es necesario renunciar a las comodidades que tenemos, pero es imperativo eliminar el abuso, el derroche. Algo que no sólo se da en el ámbito de la energía.

Es curioso que muchas de las personas que participaron en el apagón probablemente no hayan cambiado ninguno de sus hábitos en materia de consumo energético, y no hablemos ya de otras áreas como la separación de papel, basura orgánica y plásticos. Adoptar una postura respetuosa con el medio ambiente requiere poco más esfuerzo que pensar en nuestros hábitos perjudiciales y cambiarlos poco a poco. Lo mismo nos cuesta mantener un interruptor encendido que apagado, y sin embargo, las consecuencias cambian, tanto para nuestro bolsillo como para el aire que respiramos. Clasificar la basura y tirar cuatro bolsas con contenidos distintos nos cuesta lo mismo que no clasificarla y tirar cuatro bolsas con los mismos contenidos, todos mezclados. Porque al final el volumen de basura es el mismo. El daño que hacemos al medio ambiente, no.

El problema que tenemos los seres humanos es que hablamos de estos problemas sin entender su verdadera magnitud, sin creérnosla, o pensando que llegará muy despacio y después de que hayamos desaparecido. Todos estamos muy familiarizados con el término «cambio climático»; muchos empezarán a intercambiar en el ascensor breves conversaciones sobre el tema, acompañándolos de expresiones como «¡qué barbaridad el calor que hace!», como si el asunto no tuviese que ver con nosotros.

La falta de una conciencia real y constante (hechos aislados como el apagón no cuentan, y tampoco sirven para nada si al día siguiente el consumo vuelve a los niveles normales) hace que cobre más importancia la necesidad de adaptar los precios de la electricidad a sus precios de producción. Inevitablemente, se consume más a menor precio, y a mayor precio, menor es el derroche y el consumo evitable. Como hemos dicho más arriba, no se trata de renunciar a lo que es necesario, sino a aquello que no lo es.

Por ejemplo, no es necesario, en pleno invierno, estar en camiseta en casa, con la calefacción a todo meter y con la ventanas abiertas porque no hay quien aguante el calor. Puede parecer absurdo, pero esta escena se repite una vez y otra con demasiada frecuencia. Quien lo hace, es porque su bolsillo puede permitírselo y, ni que decir tiene, porque le falta sentido común. Con unos precios más ajustados, muchos dejarían de derrochar, y no necesariamente pagarían facturas más caras de luz a final de mes.

Y lo mismo ocurre con aires acondicionados, lavavajillas a medio llenar, grifos abiertos mientras uno se lava los dientes, y un largo etcétera. El medio ambiente no es sólo patrimonio eléctrico.

Las necesidades energéticas crecen año tras año. ¿Realmente crecen? Con electrodomésticos de clasificación energética A, pantallas de plasma (que consumen menos que un tubo de rayos catódicos) y dispositivos que gastan menos energía que un mechero, ¿no será que gastamos por gastar? ¿Se han parado alguna vez a pensar en la cantidad de energía que gastan los grandes almacenes cuando, en verano y en invierno, a puertas abiertas, el aire acondicionado o la calefacción se sienten desde la calle?

Reducir las emisiones tiene mucho que ver con fabricar coches menos contaminantes. Pero también con coger menos el coche. Con cambiar de hábitos.

Se puede decir mucho sobre este tema. Pero terminaría por ser redundante, pues todo se reduce a un par de cuestiones: el sentido común, por parte de los usuarios; y la búsqueda de una economía más limpia, por parte de las autoridades y empresas. No se engañen: el sacrificio que requiere es menor de lo que parece. Los beneficios a cambio, inmensos.

Por si a algunos de los que nos leen les falta imaginación para poner en marcha sus buenas prácticas de consumo energético, aquí les damos una serie de consejos que nos han ofrecido las jornadas sobre Energía, Municipio y Calentamiento Global que se celebran desde ayer hasta esta tarde en IFEMA, en Madrid.

10 cosas al alcance de todos para frenar el calentamiento global

Cambiar las bombillas: Reemplazar una bombilla tradicional por una de
bajo consumo ahorra más de 45 kilos de dióxido de carbono al año.

Conducir menos: Andar, montar en bicicleta, utilizar medios de transporte públicos. Se ahorra 30 gramos de CO2 por cada 4 km y medio sin conducir.

Reciclar: Se puede ahorrar más de 730 kilos de dióxido de carbono al año al reciclar únicamente la mitad de la basura que se produce en casa.

Revisar los neumáticos: Un correcto mantenimiento del inflado de los
neumáticos puede reducir el gasto de combustible en más de un 3%. El
ahorro de 4 litros de gasolina evita que 6 kilos de CO2 salgan a la
atmósfera.

No usar tanta agua caliente: Es necesaria una gran cantidad de energía para calentar agua. Instalar un regulador de caudal del agua en la ducha evita la emisión de más de 100 kilos de CO2 al año. Lavar con agua fría o tibia ahorra 150 kilos de dióxido de carbono.

Evitar comprar productos con mucho embalaje: Se puede evitar la emisión de 1.100 kilos de CO2 reduciendo la basura en un 10%.

Ajustar el termostato: La oscilación de 2 grados en invierno y en verano
ahorra más de 600 kilos de dióxido de carbono en un solo año.

Plantar un árbol: Un solo árbol absorbe una tonelada de CO2 durante toda su vida.

Apagar los dispositivos electrónicos: Sólo con apagar la televisión, el
DVD o el ordenador cuando no estén en uso evitarás que miles de kilos de CO2 salgan a la atmósfera.

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