El incipiente déficit gasista

El Secretario de Estado de Energía, Alberto Nadal, ya ha amagado con emprender la reforma del sector gasista. Reforma impelida por la aparición de un incipiente déficit tarifario, de proporciones más o menos pequeñas (actualmente, alrededor de los 375 millones de euros en su conjunto). Eso sí, con tendencia creciente (hace un año era menos de la mitad).

En general, ese déficit ha sido minimizado en su importancia por propios y extraños dentro del sector, en la medida que la comparativa con el galopante déficit tarifario eléctrico es evidente, por su orden de magnitud.

En todo caso, es preciso recordar que el déficit tarifario es una cuestión de responsabilidad política, en la medida que se produce como resultado del control de precios/tarifas, frente a la suma de todos los componentes que integran el coste de suministro. En este caso, fundamentalmente en estos costes, ha impacto especialmente la repercusión de nuevas infraestructuras en un escenario de caída de la demanda, concebida interesadamente, en términos incrementalistas. De hecho, se van agolpando infraestructuras de dudosa necesidad, alicatadas hasta el techo (el polémico almacenamiento subterráneo Castor, la regasificadora de El Musel, ahora también con polémica, etc…) que acaban en estado de hibernación o, incluso, de paralización. Y la nave, va.

Como proscenio, es preciso tener claro el marco de referencia: la tendencia al crecimiento del propio déficit y, por otra parte, la solución como costumbre al endeudamiento que invade a las autoridades españolas cuando tratan de evitar las consecuencias de sus decisiones pasadas en materia energética, por sus efectos políticos, electorales y de opinión pública. Desde la evitación y embalsamiento de la crisis mundial del petróleo en 1973, nuestras clases políticas y dirigentes se comportan repitiendo este mismo patrón con lo energético, para montar autos sacramentales cuando el problema que han generado se les desborda.

Y, en todo caso, es necesario considerar cual es la situación a evitar: el engrosamiento de este déficit por la vía de la minimización y del exceso de confianza. A la vez, ser conscientes de que ante estos volúmenes de déficit tarifario gasista, el sector no necesita una «reforma». Necesita ortodoxia. Estamos a tiempo de que el problema se dosifique sin grandes daños. Simplemente, lo que necesita es aplicar correctamente los mecanismos tarifarios correspondientes para que el déficit tarifario gasista actual se absorba y no vaya a mayores.

A partir de ahí, es exigible una gestión eficaz de las infraestructuras existentes, una estimación realista de la demanda y unas decisiones más responsables en torno a las nuevas infraestructuras, incluyendo posibles moratorias en su puesta en funcionamiento recentrando la misión de los gestores técnicos y de transporte del sistema. Cualquier aventura como las operadas por el Gobierno en el sector eléctrico dirigidas a reformar el sistema retributivo sectorial y los mercados son desaconsejables, además de un peligro en manos de aprendices de brujo. Por eso, el pánico que se puede derivar de un aviso como es una reforma innecesaria.

En suma, en el caso del déficit tarifario gasista, estamos nuevamente, ante el resultado del control de precios gubernamental, combinado con las decisiones políticas de incremento de costes, desarrollo y planificación alegre de infraestructuras y sobreestimación de la demanda que las justificaban en la inclusión de la planificación energética para mejor suerte de la cuenta de operadores con misión disfuncional (no hace tanto tiempo y a la limón con REE, afirmaba el propio Llardén, que la inversión de los operadores de transporte y sistema eléctrico iban a salvar la economía española y la generación de empleo, extendiendo su misión en la economía española con ese discurso inversionista).

Lo más sensato: que hagan lo que deben hacer y no reformen el sector gasista.

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