Todo el pescado vendido

Sin entrar en otras valoraciones y recomendaciones del Ministerio de Sanidad y Consumo respecto al etiquetado del pescado fresco y su trazabilidad, el argumento consiste en diferenciar los kilovatios según la tecnología de generación de los mismos, del mismo modo que existen distintos tipos de variedades y especies de pescado, como las angulas o la pescadilla, según uno esté aficionado al lujo en el comer o no.

Así, lo hemos podido leer en los últimos artículos del ex Consejero de la Comisión Nacional de Energía, Jorge Fabra y, así también le hemos podido oír decir en televisión. No se trata de ninguna novedad en el pensamiento retroprogresivo, sino una ocurrencia cuestionable para intentar hacer llegar de forma «didáctica» (por demagógica) estas supuestas diferencias y sugerir la intervención administrada de la retribución en lugar de la asignación eficiente por el mercado. Este argumento, por tanto, es público en esta corriente y, evidentemente, no engaña a nadie. El problema es que el ejemplo, para alguien con dos dedos de frente, consigue lo contrario de lo que persigue. En este sentido, todo el pescado está vendido.

Las metáforas siempre tienen un punto de quiebra según lo falaz de su exposición, dado que «parecido» no es lo mismo. Sobre todo en este caso en que lo que ocurre es diferente. Pero, en este caso resulta en exceso evidente que la supuesta similitud es en realidad ¡un opuesto!. Los defectos del supuesto argumento son tan fáciles de encontrar, siendo el ejemplo más desafortunado para señalar diferencias en la similitud o similitud en la diferencia. Por eso parece un despropósito. La primera, por clara, es que el kilovatio es el kilovatio. No hay kilovatios verdes o azules, o no hay kilovatios de menta o de fresa. Ni siquiera hay kilovatios de carne o de pescado. Hay kilovatios.

Y otra cosa es el origen de los mismos o la forma en que se producen. Seguramente, el Sr. Fabra no quiere distinguir el kilovatio por su color, por su sabor o sus propiedades (en primer lugar porque no es capaz: los ciudadanos no tienen cinco enchufes diferentes en su casa o aparatos que funcionen sólo con un tipo concreto de kilovatio). Todo el mundo sabe que el kilovatio es un bien indiferenciado, mientras el pescado sí que es un bien altamente diferenciado, existiendo muchas variedades, productos, demandas, ofertas y precios muy diferentes. Fíjense: hay pescado azul y pescado blanco. Hay boquerones, pescadilla, merluza, atún, jurel, caballa, bonito, fletán, rodaballo, rape…, y muchas más. Y en sus posibles orígenes (marítimo, flota, oceánico o de piscicultura) es también muy variado. Múltiples variedades que van del mar a su mesa, cuyo parecido con el consumo de kilovatios eléctricos idénticos, en que los bienes son, por el contrario, muy parecidos, es nulo.

En realidad, el señor Fabra lo que pretende es diferenciar el kilovatio por el «coste de producirlo» (con independencia de que en dicha formulación según las tecnologías de generación de cómo se elaboran los costes se adopten criterios que son contrarios a la normativa contable, fiscal y financiera española). La idea es que el coste de producirlo siempre está bien y lo que hay que hacer es retribuirlo, incluyendo sus lujos, con un porcentaje adecuado y decidido por autoridad administrativa, preferiblemente en primera persona.

Aquí viene el segundo punto de quiebra: realmente, el precio del pescado no tiene que ver con el sabor objetivamente determinado en una escala por una autoridad culinaria, ni con una valoración subjetiva de los gustos de los mismos o por la calidad del mismo según norma ISO. Tampoco con el coste que efectúa el mar, la madre naturaleza o la piscifactoría para producir cada pez o el proceso de captura y congelado de los pescados. Por tanto, el precio del pescado tiene que ver con la idea económica de escasez y de mercado, y de todos los submercados, es decir, con la diferencia entre oferta y demanda de cada pescado y de cada variedad. Imaginamos que el Sr. Fabra no introduce este supuesto en su metáfora, como es obvio y tal sofisticación intelectual ha escapado a la hora de elaborar el supuesto.

Y la teoría que subyace en el pensamiento de Fabra es la ya conocida: para cada tecnología se elabora su coste reconocido (con metodología «sui generis» eso sí) y se le aplica una rentabilidad fijada administrativa, frente a que las tecnologías que generan un bien indiferenciado y único compitan en el mercado y que la lógica del mismo y del beneficio proporcione un precio medio más eficiente para el conjunto de la sociedad. Una manera particular de entender el colectivismo es centrarse en la supuesta necesidad de que se ejerza una distribución de rentas por tecnologías, en lugar de intentar buscar el bien común, general y medio por tensiones competitivas. Pero hay que reconocer lo atractivo de la idea en una sociedad pseudoperonista, con escasos conocimientos de mercado, con una idea pervertida de la justicia, pero que resulta fácil de difundir y de explotar, de forma que regando esta planta se obtienen frutos. Simplemente, esta metáfora del pescado ha sido un ejemplo fallido.

Pero es más, Jorge Fabra con esta propuesta y cuestionamiento del mercado triunfa en el sector renovable, variante devengador de más primas, que necesita una cuadratura del círculo en la coyuntura actual de déficit y ajustes en el precio de la electricidad. Esa ha sido la gran innovación del ex consejero de la CNE para encontrar la forma de congraciarse con la generación renovable en su lucha contra dos tecnologías y contra el mercado, para seguir concediendo subvenciones a troche y moche, sin subir la tarifa: controlar la rentabilidad de las tecnologías baratas, para poder autorizar más potencia de tecnologías más caras con su retribución administrativa.

Así, se trata de encontrar una forma de compatibilizar el incremento de los costes regulados (que ya superan el 50% de lo que en realidad es el coste total del suministro eléctrico) con que las tarifas no suban, de forma que no haya crisis política por el enfado ciudadano. La propuesta de intervenir el mercado es un pleno. Ha encontrado el mecanismo perfecto para seguir esparciendo el dinero del coste del suministro por vía discrecional. Esa es su principal «aportación al debate» y al problema del déficit tarifario. Esa y el hecho de haber dado oficialidad en su paso por la CNE a un opúsculo que contiene esta teoría contra el modelo regulatorio vigente. Opúsculo que elaboró él, con el apoyo de otros consejeros y con una primera aquiescencia tácita y tibia, que nunca llego a ser firme, de forma que lo convirtió en un Informe ariete, que bendijo el Consejo anterior y del que todavía este regulador sicalíptico no se ha desdicho.

Vamos, un fresco.

1 comentario
  1. Herodoxo
    Herodoxo Dice:

    Me temo que con este artículo tampoco se soluciona la ineficienciencia del mercado eléctrico español a la hora de generar competencia entre empresas. En los pocos años en que ha habido mercado y liberalización del mercado eléctrico el precio de la luz no ha hecho más que aumentar y además se ha generado un enorme déficit de tarifa. Desde un punto de vista empírico el mercado ha sido un desastre. Como los mercado financieros internacionales (que se tenían que regular sólos y todos sabemos como ha ido). En la teoría económica los mercados son la herramienta preferida pero cuando no funcionan, se convierten en una pesadilla como en nuestro caso, y entonces se achaca a los reguladores su ineficiencia. Tener un mercado eléctrico no es un objetivo en sí para la sociedad española, tener electricidad al menor coste posible cubriendo los costes del sistema para que pueda funcionar si. El Sr. Fabra ha aportado su idea para solucionar el problema, se puede o no estar de acuerdo, pero yo no veo que en este artículo se den soluciones.

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