Thatcher: una solución británica para la minería de España

Han pasado casi treinta años pero no se han cerrado las heridas. El Reino Unido ha dicho adiós a su figura más controvertida del siglo XX. Trafalgar Square es estos días un hervidero de británicos celebrando la muerte de Margaret Thatcher, una anciana retirada desde hace más de 20 años del escenario público y víctima de la demencia senil. Pero su recuerdo es poderoso y suficiente para que sus detractores hayan vuelto a enarbolar pancartas más propias del siglo pasado.

“No soy una política de consenso; soy una política de convicciones” fue el lema que presidió su vida. Unas convicciones que contaron con la aprobación de los ciudadanos británicos por tres veces consecutivas en las urnas y entre un 42-44% de los votos, dato indicativo del apoyo popular. Y es indudable que su figura ha marcado el panorama político del Reino Unido hasta la actualidad. Su firmeza ante la huelga de los mineros de 1984, que se prolongó hasta marzo de 1985, supuso un duro revés al poderoso sindicalismo británico y, por ende, una importante crisis de identidad para el Partido Laborista, no recuperado del golpe hasta el Nuevo Laborismo de Tony Blair.

Un pulso vencido

Vencido el enemigo argentino en la guerra de las Malvinas, Margaret Thatcher dirigió sus miras hacia lo que calificó como el “enemigo interior”: las Trade Unions. El sindicalismo ponía en jaque con sus huelgas el desarrollo económico británico y finalmente el propio sistema democrático. Thatcher sabía de lo que hablaba; dos huelgas mineras en 1972 y 1974 habían acabado con el gobierno conservador de Edward Heath, en el que participaba como ministra de Educación y Ciencia.

Diez años después, aprobada una nueva legislación para mermar el poder sindical, el detonante del conflicto fue la orden de cierre de 20 minas económicamente deficitarias. El Sindicato Nacional Minero reaccionó rápidamente invocando a la solidaridad con los trabajadores afectados y la huelga se prolongó por un año. Fueron frecuentes los enfrentamientos violentos entre los piquetes y la policía que protegía a aquellos huelguistas decididos a volver a ocupar sus puestos de trabajo. Al cabo de nueve meses, más de un tercio de los huelguistas había vuelto a los pozos.

La duración y la violencia de la huelga provocó una profunda división entre el movimiento sindical; los mineros perdieron progresivamente apoyos y se resignaron a firmar un acuerdo desfavorable con la Empresa Nacional del Carbón. Thatcher se mostró una vez más firme en sus convicciones y salió victoriosa de la huelga más larga de la historia del Reino Unido, a la postre una estocada final al movimiento sindical británico.

Espejo para España

La España actual discurre por un sendero que guarda muchas similitudes con el que se encontró Margaret Thatcher en 1979. Mariano Rajoy, al igual que la primera mujer en llegar al 10 de Downing Street, goza de una mayoría absoluta para no tener que responder a otros intereses que a los propios del Estado. Además, el presidente del Gobierno ha impulsado una batería de medidas austeras y de recortes para combatir el déficit. Y en el ámbito de la minería, hay que añadir que la Unión Europea ha ordenado poner fin a las explotaciones no rentables a partir de 2018.

Margaret Thatcher se propuso en 1984 dejar de incentivar a la ineficacia; la austeridad impuesta chocó entonces contra los intereses del sindicato minero. Cuando se tomó la decisión de cerrar la mina de Cortonwood, las pérdidas acumuladas eran de 12 millones de libras en los dos últimos años. La tonelada de carbón se vendía por 40 libras mientras que producirla suponía 60 libras. Un déficit asumido por el Estado a través de la Empresa Nacional del Carbón (NCB).

En España, el problema del carbón nacional ha provocado que la Administración, siempre débil ante el conflicto y renuente a resolverlo, haya generado un sinfín de mecanismos de ayuda fronterizos y dudosos: en primer lugar con la ortodoxia económica y también con las directivas europeas. Mecanismos que, además de ser una fuente de redes clientelares, han distorsionado el funcionamiento de los mercados energéticos y de la electricidad.

La última versión del sistema de ayudas al carbón nacional fue la implantada por el Gobierno de Zapatero con un decreto que convertía al carbón en una reserva calificada como “estratégica” para sortear los obstáculos puestos por la Unión Europea. De esta forma, se seguía favoreciendo la producción de una energía que podría ser más barata utilizando ya no el carbón, sino otras tecnologías. Pero es que además, dado el menor poder calorífico del carbón autóctono, resulta más rentable económicamente importar carbón de países tan lejanos como Sudáfrica que quemar el propio. Si con este dato no resultara ya ineficiente la producción de carbón, hay más circunstancias que cuestionan la pervivencia de las cuencas mineras en un panorama de austeridad.

Con Margaret Thatcher comenzó un proceso que cuando abandonó el poder ya había propiciado el cierre de la mitad de las minas y que culminó en 1994 con la privatización de las que quedaban abiertas. Actualmente quedan 6 minas abiertas y el número de mineros ha pasado de 170.000 a 3.000. El carbón se importa de Rusia, Sudáfrica y Australia.

En España las minas están privatizadas pero las empresas mineras son fuertemente dependientes de las subvenciones públicas dirigidas directamente a la explotación. Además, los trabajadores mineros se inscriben en el Régimen Especial de la Minería del Carbón, lo que les sitúa en una situación ventajosa respecto a otros trabajadores con más facilidades de acceso a las prestaciones y con, por ejemplo, prejubilaciones a los 52 años con unas condiciones envidiables. Estos privilegios son difícilmente comprendidos fuera de las cuencas mineras por una sociedad que ve cómo las cifras de desempleo se sitúan próximas a los 6 millones de personas.

Horizonte 2018

Thatcher sabía desde que llegó al poder que tarde o temprano tendría que hacer frente a un conflicto minero. Hizo acopio de reservas de carbón para soportar los paros en los pozos sin soportar faltas de suministro; desencadenó el conflicto en marzo para tener por delante la primavera y el verano y aguantar impasible mientras el liderazgo del sindicato minero se iba debilitando.

El líder del sindicato minero, Arthur Scargill, llamaba a la lucha de clases con la esperanza de repetir el éxito de 1974. Su discurso no tuvo triunfó. No contó con el apoyo de otros sectores, en gran medida porque el Reino Unido alcanzaba cifras récord de desempleo y su sociedad ya no salió a defender los privilegios heredados por los mineros de tiempos pasados. Los huelguistas perdieron el pulso y el tiempo terminó dando la razón a Thatcher, que consiguió reducir el desempleo a la mitad al final de la década.

En las cuencas mineras españolas, los sindicatos han mostrado una gran connivencia y coordinación con los propios empresarios en su estrategia para mantener íntegros los subsidios e incentivos económicos recibidos y sus mecanismos de distribución. Una complicidad patente a la hora de recibir y gestionar los fondos del Plan del Carbón, una armonización más que evidente sobre el momento elegido para detonar sus movilizaciones tras los anuncios de ERE’s (siempre contra el Gobierno y no contra sus patronos), un silencio sepulcral respecto a las irregularidades y, en conjunto, una coordinación total a la hora de trasladar y efectuar las oportunas maniobras de presión ante el gobierno de turno. La diferencia hoy estriba en que el país está en crisis, con una tasa de paro desbocada, mientras las medidas de austeridad afectan a todos los sectores y la sombra de la corrupción se prolonga sobre este esquema endiablado de ayudas.

En la actualidad la Unión Europea es clara: no habrá más ayudas para las minas de carbón a partir del 31 de diciembre de 2018. Y las que quieran seguir funcionando tendrán que devolver las ayudas recibidas. En este contexto es el Gobierno el que debe mover ficha. Hasta la fecha la actuación ha sido proteccionista hasta tal punto que políticos tan dispares como el expresidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y el presidente de la Junta de Castilla y León, Juan Vicente Herrera, se hayan visto como extraños pero decididos compañeros de viaje en defensa del carbón y del decreto aprobado en febrero de 2011.

La llegada del actual Gobierno supuso una política económica de austeridad cuyos recortes han afectado también al carbón. Las subvenciones directas a la explotación han pasado de 301 a 111 millones de euros y el decreto de Zapatero finalizará en 2015. Empresas como las del Grupo Alonso se encuentran en preconcurso de acreedores. Desde 1990 se han destinado 22.000 millones de euros a la reestructuración de las comarcas de la minería del carbón. Entonces trabajaban 45.000 personas frente a las menos de 4.000 de la actualidad.

En los últimos meses se ha producido la desaparición de 500.000 toneladas de la hullera pública que se encontraban en sus instalaciones y que ha culminado con la denuncia a las empresas del Grupo Alonso, Unión Minera del Norte (UMINSA) y Coto Minero Cantábrico (CMC), por parte de Hunosa. No es además un hecho aislado, tal y como indica la necesidad de realizar inspecciones a través de mediciones aéreas volumétricas. Con un episodio tan oscuro como poco sorprendente, el Gobierno tiene ante sí un momento para reflexionar y decidir si sigue atendiendo sus compromisos comarcales o afronta la situación desde una óptica nacional. De momento, las relaciones con el sector son frías y el Gobierno empieza a demostrar mayor firmeza que sus predecesores: ha decidido paralizar ayudas por valor de 49 millones de euros al Grupo Alonso por este incidente y por sus deudas con la Seguridad Social. La senda abierta por Thatcher sigue vigente. Ahora más que nunca.

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