Regular o ‘tunear’
Sin ánimo de academicismos, la regulación es un proceso mediante el cual se ordena un sector determinado tanto sus condiciones de funcionamiento, la ordenación de su mercado, la forma en que los agentes participan en el mismo, en la definición de las condiciones de oferta, demanda, precios, entre otras cuestiones. Sus exigencias en términos de marco de actuación, limitaciones, autorizaciones, niveles de inversión, forma en que se controlan sus actividades o se sancionan las desviaciones de las mismas, etc…En general, desde el punto de vista económico y de los agentes que operan en un sector o mercado regulado, se entiende que la ‘estabilidad’ regulatoria es un bien en si mismo, una garantía para todos aquellos que deciden participar en un sector, a través de la inversión en el mismo.
En este contexto, y con esta definición aproximativa, es en la que hay que situar la situación que estamos viviendo con la política regulatoria en el sector energético. Un sector en el que las inversiones se realizan a largo plazo, las instalaciones fruto de las mismas, perduran en el tiempo y la dinámica de sus mercados obedece a decisiones tomadas tiempo atrás. Es por tanto, una necesidad desde el punto de vista regulatorio, inversor y de mercado, la existencia de seguridad y estabilidad jurídica, de forma que todos los agentes entiendan las reglas del juego, las acepten, no incurran en un proceso de litigiosidad insoportable, permitan un funcionamiento normalizado en los sectores económicos y las señales que se transmitan a los mercados financieros sean nítidas y recnocibles. En este sentido, la regulación requiere, al menos,de dos criterios o características, casi una, consecuencia de otra: el primero es la fijación de unas reglas del juego, claras y estables. El segundo es que su desarrollo sea consecuente, armónico, coherente con las políticas públicas, en este caso, las energéticas y medio ambientales (caso de que existan).
Lo que pasa es que en nuestro caso, estamos viviendo lo contrario, una sucesión de hechos regulatorios, en muchos casos sorpresivos como denuncian los propios agentes, con reglas del juego, que o bien no son estables, no son claras para las empresas y los agentes que operan en el sistema o permiten la arbitrariedad en su aplicación. Del mismo modo, también nos encontramos, con novedades regulatorias que no se compadecen con los mensajes y registros políticos. Un ejemplo fue la revisión del R.D. 436/2004 que en las sucesivas versiones, además de ser contradictorio con lo que decía el Presidente del Gobierno en tribunas políticas europeas, incorporaba matizaciones redaccionales, huecos regulatorios para molturar a los agentes. En muchos casos, se trata de respuestas impelidas por problemas y monstruos acuciantes: el crecimiento del déficit tarifario, sobre el cual sólo hay una voluntad más que una política de control de rentas, más que una política energética global. En otros casos, la regulación para premiar a los “buenos” o castigar a los “malos” (en términos empresariales), en función de que se alineen más o menos con el ejercicio de negociación de lotes y retribuciones. Y si no, la pieza clave es la batalla política en torno a las tarifas eléctricas, a la par que se habla de eficiencia energética y del temor por el aumento del endeudamiento de las familias del país.
Otro ejemplo muy reciente, más concreto en ciernes, es el caso de la energía solar fotovoltaica. En menos de medio año, hemos asistido a cuatro diferentes cambios legislativos. En primer lugar la reforma del R.D. 436/2004, que culminó en el R.D. 661/2007, ampliando además los límites de discrecionalidad futura aplicables a este tipo de tecnologías. En segundo lugar, la modificación vía corrección de errores que se introdujo a lo contenido en este real decreto y, posteriormente, la remodificación de la corrección de errores, vía corrección de errores. Y, finalmente, la previsible promulgación del decreto actualmente en fase de estudio sobre energía fotovoltaica, a la vista del enorme, ‘imprevisible’ flujo de inversiones que se han derivado hacia esta tecnología, y que puede desbordar las cantidades previstas de apoyo económico a las renovalbes y que caiga en manos de los ‘especuladores’.
Igualmente, la liquidación 2006 sigue pendiente de que se fijen los criterios para la detracción de los derechos de emisión que repartió el Plan Nacional de Asignaciones, de forma que encima de la mesa hay soluciones imaginativas como que se detraigan de tecnologías no emisoras de gases efecto invernadero. Evidentemente, para eso no hace falta una política medio ambiental o el desarrollo de la retórica medioambientalista, para ciudadanos incautos en vísperas de elecciones. Una política la medioambientalista, que gracias a la evolución del clima en 2007, ofrece tenues resultados, y que parece más inspirada en las rogativas que en las realidades. Del mismo modo, en la liquidación 2006 también entra en juego la instrumentación de las operaciones bilateralizadas que impuso el R.D. 3/2006, para intentar sofocar el déficit tarifario, es otro elemento de ajuste para los agentes. (¿Qué sector económico no tiene sus cuentas cerradas en noviembre del año siguiente y vive de los ajustes contables y las provisiones?)
Como nada se escapa a este proceder, en el caso de lo que se denominan activos regulados, este equipo Ministerial, se “estrenó” con la modificación de la retribución de los activos de transporte. Una modificación que produjo que Red Eléctrica y Enagás se adentrasen en unas fuertes turbulencias en las bolsas, a principios de año. O, cuestiones como la modificación de la garantía de potencia, la gestión de la demanda (grandes consumidores), la retribución de Red Eléctrica o de la distribución, están sometidos a acciones puntuales y no a una perspectiva de funcionamiento global del mercado eléctrico. Tampoco desde el punto de vista societario, parece que las cosas están excesivamente claras: véase el comportamiento diferente con E.ON que con Enel-Acciona, o la política de rotura de presas con Sonatrach.
En consecuencia, la actuación deja de ser regulatoria para ‘tunear’ el sector energético, para hacerle ajustes ‘aquí’ y ‘allá’. Con el fin de conseguir resolver cuestiones puntuales, sin comprobar, ni calcular su efecto económico (la Comisión Nacional de Energía ha expresado ya su queja por esta práctica que procede de Industria, además de comprobar sus efectos, veáse nuevamente el caso de la fotovoltaica y su idas y vueltas), o con el fin de obtener resultados más o menos discrecionales que sirvan en una negociación, en un modelo circo de tres pistas.
La consecuencia más grave de todo este ‘tuneo’ es el deterioro de la función del mercado eléctrico como mecanismo transparente, la ausencia de una visión global de los mercados energéticos en nuestro país. La resolución de los problemas de fondo que tiene el modelo, para incluso amplificarlos. El medio y largo plazo.

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