Marín Quemada lo tiene fácil

Y, todo ello con grandes ausentes energéticos en la alineación inicial como Alberto Lafuente (pese a sus esfuerzos de meritorio de su última temporada) y Marina Serrano (a pesar de apelar a sus relaciones con el Partido Popular y su pertenencia al cuerpo de Abogados del Estado, de facto, un gobierno dentro del Gobierno).

Para ello, se han completado dos elementos adicionales que orientan su futuro perfil de oficina al servicio del Ejecutivo: el primero, una conformación decidida por Economía, monocolor, sin miramientos y con bajo perfil político, para evitar las polémicas estériles. El segundo, el vaciado de los órganos sectoriales que en el caso de la energía se ha traducido en que las liquidaciones e inspecciones vuelvan al ministerio, generando otra Dirección General en la Secretaría de Estado (¡la resurrección de Ofico!). Y, también, en cómo el Gobierno ha tratado de atribuirse mayor libertad y mayores capacidades en las operaciones empresariales, para hacer una defensa rocosa ante eventuales movimientos alrededor de las empresas, castigadas por la indigencia político-regulatoria endémica.

Evidentemente, puestas así las cosas, la teoría de los órganos reguladores sajones aquí no cuenta, y la opinión de la Comisión Europea contraria a las intenciones recentralizadoras del Ejecutivo de Mariano Rajoy en materia de sectores empresariales ha servido para que el Gobierno haga un acto de muro «cumplo y miento» con arreglos menores: un indecoroso disimulo y de poca convicción europeísta, pese al MOU.

Nuestro ejecutivo, en lo económico, no quiere testigos potencialmente incómodos o no controlables. Y no se anda con chiquitas. Lo más sorprendente es que el Partido Popular no ha hecho un esfuerzo medianamente convincente para salvar las apariencias respecto a este modelo, amparado en el discurso mezquino del chocolate del loro del ahorro, insignificante e irrisorio para los sectores en los que teóricamente operan.

A este escenario ha venido a contribuir la nula creencia, cuando no la negación directa y abierta, en los órganos reguladores, en su papel y su esencia, que se realiza desde la política española, bajo dos fórmulas diferenciadas en el arco parlamentario. La de la izquierda clásica zapaterista, consistente en un cinismo hipócrita cuya construcción argumental es la siguiente: nosotros creemos en esto y, por eso, lo vamos a «manejar bien» en pos de que las posiciones nos den la razón. Convicción nula en la en la independencia real, en la liberalización, en los mercados, en los sectores empresariales, en los agentes económicos, en la ortodoxia del ciclo inversión/financiación o en la competencia real sin adjetivos limitadores. Política de Comité y de aparato. Ellos son, además, enteramente responsables de poner en almoneda los órganos reguladores por política de partido y aparato en su última etapa y dejarlos en descomposición.

Y, luego está la versión de la derecha, que directa y abiertamente no cree en estos órganos reguladores independientes porque para algo está el Gobierno. El Gobierno es quien manda, para algo se han ganado unas elecciones y si es con mayoría absoluta, mejor que mejor. No hay distribución de poder. Además, el ciudadano español tampoco es muy remilgado con la necesidad de instituciones y prefiere que los gobiernos sean los que «manden» (una rémora del franquismo sobre el papel del gobierno en la empresa y los mercados). Nadie va a salir a reclamarlos, ni influyen en las encuestas.

Por tanto, no comprenden estos órganos reguladores independientes, no tienen conciencia del sentido de las instituciones económicas (cero en institucionalismo) y las entienden, como máximo, como un trampantojo, como una burda exigencia decorativa para presentar algo en Europa que cubra el expediente. Qué pintan ahí y cuánto cuestan, es el máximo ejercicio intelectual que realizan a su alrededor. Si, además, estos órganos son propensos al escándalo, a dar sustos, a la polémica, a ser imprevisibles, a complicar potencialmente la vida al Gobierno, son sólo un estorbo innecesario.

Se acabaron las polémicas regulatorias entre los consejeros, los votos particulares, los problemas derivados de la decoración del despacho de la presidenta, los modos del presidente y del secretario general, los escándalos en las contrataciones, los conflictos de interés, las designaciones a dedo, los concursos de personal aireados, la contabilidad con viajes suntuarios a Sudamérica, los viajes del Consejo o los garajes pagados al equipo directivo.

Sin competencias y como una macrooficina prolongación del Ministerio de Industria, a Marín Quemada se lo han puesto fácil. De un plumazo. Una pena.

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *