La energía, como Secretaría de Estado

Cuando Dios te da un don, también te da un látigo.
Truman Capote

Puede ser que no tuviera mucho que ver con el acontecimiento principal de esta recién pasada Semana de Pasión, pero la crisis de gobierno anunciada y ejecutada en su Via Crucis de manera tan rocambolesca nos ha dejado, entre los cambios, la elevación de la hasta entonces Secretaría General de Energía al rango de Secretaría de Estado, con el consecuente amejoramiento en la jerarquía de su actual titular Pedro Marín. Una noticia que merece varios análisis y alguna síntesis.

En primer lugar, es plenamente comprensible que un país como el nuestro, con una dependencia energética casi plena, en el que la intensidad energética de nuestra economía es muy elevada, tiene como consecuencias que la evolución de la energía y sus fuentes en los mercados y la configuración sectorial se perfilen como cuestiones estratégicas, que requieren capacitados profesionales y equipos al frente. De hecho, ya se había valorado en otros tiempos la posibilidad de que este área tuviese una merecida elevación de rango a Secretaría de Estado, incluso se llegó a especular con la existencia de un Ministerio de Energía (sobre todo, a la vista de tantas cosas que han merecido un Ministerio, «by de face» o por pura ideología). De hecho, ¡cuánto anheló esta medida el nunca bien ponderado anterior Secretario General de Energía, Ignasi Nieto!

En segundo lugar, esta nueva posición también debe servir para equilibrar las relaciones entre este área del Ministerio de Industria y otros departamentos del Ejecutivo, sabiendo la importancia del rango y el escalafón que sigue la Administración Pública en la toma de decisiones, sobre todo en aquéllas en las que es preciso el concurso de otras instancias del Gobierno. De todos son bien conocidos los sucesivos rifirrafes con Economía, que se han traslucido, a cuenta de los avales públicos, para la cuenta pendiente del Estado con las empresas (el déficit tarifario irresoluto). Aunque hay que tener en cuenta que en el ámbito de la energía han opinado desde la Ministra de Medio Ambiente, Rural o Marino (caso de la nuclear) o ha intervenido la propia Oficina del Presidente (caso de la aproximación rusa a Repsol), por tanto hay que reconocer que esto no es un “terreno vedado” que digamos.

Por tanto, en una primera aproximación, hay que valorar esta medida como completamente razonable, aunque habrá que efectuar un seguimiento de los acontecimientos consecuentes a la misma. En primer lugar, habrá que plantearse que esta elevación de rango no debe ser gratuita o, lo que es lo mismo, que sólo se traduzca en el cambio de denominación y de los emolumentos de su actual titular. Debe implicar también el reforzamiento de los equipos y de la estructura necesaria (no olvidemos la cantidad de cuestiones aparcadas, demoradas o pendientes en este sector o cómo, incluso, se echa mano, como justificación, de la incapacidad para atender determinados procesos como la última convocatoria trimestral del registro de energía fotovoltaica). En la actualidad, es de dominio público lo exiguo del equipo de la hasta ahora Secretaría General de Energía, con una Dirección General de Energía y Minas, casi espejo, lo que evidencia un solapamiento de funciones y responsabilidades casi evidente entre sus responsables (o mejor dicho inevitable).

Segundo, como hecho exigible en un plazo razonable, la conformación de una política energética global, integral, coherente, completando el proceso de liberalización, que aglutine componentes económicos, de seguridad de suministro, de inversión incluyendo el futuro de la generación (sin ejercicios trileros sobre el debate nuclear) y de las redes de transporte y distribución. Una segunda línea la debería conformar la necesidad de una normalización en el ámbito legislativo: relación de equilibrio, seguridad jurídica y estabilidad regulatoria con las empresas, funcionamiento razonable de los órganos reguladores y de los mecanismos de mercado, reordenación del funcionamiento de los operadores de red y de transporte (primero, en separación de bienes y, segundo, en su capacidad de condicionamiento de los reguladores). Y, en el ámbito de la coordinación e inserción en la actuación pública, un claro esquema de políticas, regulación y supervisión, sin cuestionamientos del mercado, coordinación con otras instancias de la Administración (especialmente medioambientales, evitando la kafkiana demora de los proyectos), la necesidad de una gestión puntual y con prontitud de los problemas evitando su demora o, lo que es peor, su judicialización en distintas instancias europeas o españolas. En suma, la definitiva eliminación de la chapuza y de los atajos regulatorios a los que hemos estado acostumbrados (desde hace varios años, hasta parecernos normal) y que vienen sistemáticamente acabando mal, en forma de déficits acumulados y soluciones que socavan la credibilidad económica de nuestro país. Todo un catálogo de comportamientos precedentes que hoy se hacen más exigentes en la medida que asumimos su importancia y su carácter estratégico.

Por eso, debería ser una buena noticia, aunque lo importante realmente es su quid pro quo. Ah, y como ven, ni una palabra de intervención, porque con todo lo anterior ya es bastante.

La energía, como Secretaría de Estado

Cuando Dios te da un don, también te da un látigo.
Truman Capote

Puede ser que no tuviera mucho que ver con el acontecimiento principal de esta recién pasada Semana de Pasión, pero la crisis de gobierno anunciada y ejecutada en su Via Crucis de manera tan rocambolesca nos ha dejado, entre los cambios, la elevación de la hasta entonces Secretaría General de Energía al rango de Secretaría de Estado, con el consecuente amejoramiento en la jerarquía de su actual titular Pedro Marín. Una noticia que merece varios análisis y alguna síntesis.

En primer lugar, es plenamente comprensible que un país como el nuestro, con una dependencia energética casi plena, en el que la intensidad energética de nuestra economía es muy elevada, tiene como consecuencias que la evolución de la energía y sus fuentes en los mercados y la configuración sectorial se perfilen como cuestiones estratégicas, que requieren capacitados profesionales y equipos al frente. De hecho, ya se había valorado en otros tiempos la posibilidad de que este área tuviese una merecida elevación de rango a Secretaría de Estado, incluso se llegó a especular con la existencia de un Ministerio de Energía (sobre todo, a la vista de tantas cosas que han merecido un Ministerio, «by de face» o por pura ideología). De hecho, ¡cuánto anheló esta medida el nunca bien ponderado anterior Secretario General de Energía, Ignasi Nieto!

En segundo lugar, esta nueva posición también debe servir para equilibrar las relaciones entre este área del Ministerio de Industria y otros departamentos del Ejecutivo, sabiendo la importancia del rango y el escalafón que sigue la Administración Pública en la toma de decisiones, sobre todo en aquéllas en las que es preciso el concurso de otras instancias del Gobierno. De todos son bien conocidos los sucesivos rifirrafes con Economía, que se han traslucido, a cuenta de los avales públicos, para la cuenta pendiente del Estado con las empresas (el déficit tarifario irresoluto). Aunque hay que tener en cuenta que en el ámbito de la energía han opinado desde la Ministra de Medio Ambiente, Rural o Marino (caso de la nuclear) o ha intervenido la propia Oficina del Presidente (caso de la aproximación rusa a Repsol), por tanto hay que reconocer que esto no es un “terreno vedado” que digamos.

Por tanto, en una primera aproximación, hay que valorar esta medida como completamente razonable, aunque habrá que efectuar un seguimiento de los acontecimientos consecuentes a la misma. En primer lugar, habrá que plantearse que esta elevación de rango no debe ser gratuita o, lo que es lo mismo, que sólo se traduzca en el cambio de denominación y de los emolumentos de su actual titular. Debe implicar también el reforzamiento de los equipos y de la estructura necesaria (no olvidemos la cantidad de cuestiones aparcadas, demoradas o pendientes en este sector o cómo, incluso, se echa mano, como justificación, de la incapacidad para atender determinados procesos como la última convocatoria trimestral del registro de energía fotovoltaica). En la actualidad, es de dominio público lo exiguo del equipo de la hasta ahora Secretaría General de Energía, con una Dirección General de Energía y Minas, casi espejo, lo que evidencia un solapamiento de funciones y responsabilidades casi evidente entre sus responsables (o mejor dicho inevitable).

Segundo, como hecho exigible en un plazo razonable, la conformación de una política energética global, integral, coherente, completando el proceso de liberalización, que aglutine componentes económicos, de seguridad de suministro, de inversión incluyendo el futuro de la generación (sin ejercicios trileros sobre el debate nuclear) y de las redes de transporte y distribución. Una segunda línea la debería conformar la necesidad de una normalización en el ámbito legislativo: relación de equilibrio, seguridad jurídica y estabilidad regulatoria con las empresas, funcionamiento razonable de los órganos reguladores y de los mecanismos de mercado, reordenación del funcionamiento de los operadores de red y de transporte (primero, en separación de bienes y, segundo, en su capacidad de condicionamiento de los reguladores). Y, en el ámbito de la coordinación e inserción en la actuación pública, un claro esquema de políticas, regulación y supervisión, sin cuestionamientos del mercado, coordinación con otras instancias de la Administración (especialmente medioambientales, evitando la kafkiana demora de los proyectos), la necesidad de una gestión puntual y con prontitud de los problemas evitando su demora o, lo que es peor, su judicialización en distintas instancias europeas o españolas. En suma, la definitiva eliminación de la chapuza y de los atajos regulatorios a los que hemos estado acostumbrados (desde hace varios años, hasta parecernos normal) y que vienen sistemáticamente acabando mal, en forma de déficits acumulados y soluciones que socavan la credibilidad económica de nuestro país. Todo un catálogo de comportamientos precedentes que hoy se hacen más exigentes en la medida que asumimos su importancia y su carácter estratégico.

Por eso, debería ser una buena noticia, aunque lo importante realmente es su quid pro quo. Ah, y como ven, ni una palabra de intervención, porque con todo lo anterior ya es bastante.

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *