El estado del mal derecho energético

Artículo elaborado partiendo de la realidad vigente y reciente, e inspirado en el artículo El mal derecho de José María Ruiz Soroa en el diario El País en el que analiza el recurso a la litigiosidad en España por las carencias de nuestro modo de dedicar la legalidad. Por el mal derecho. En él se puede leer: «La legislación es prolífica, precipitada, desordenada, poco cuidadosa, plural, solapada, técnicamente descuidada, volátil, declamatoria, y así sucesivamente«.

Ayer hablábamos de los fracasos jurídicos de las Comunidades Autónomas en la determinación de figuras tributarias sucesivas sobre hechos impositivos relacionados con la energía, en su convicción de que el consumo de energía o su generación es un filón de fácil y jugoso gravamen, concentrado en el origen, de difícil elusión y con demanda inelástica para perjuicio final de los consumidores. En este punto, se unen dos líneas de trayectoria: el trazo grueso de la regulación energética española (el mal derecho) y la voracidad fiscal sobre un objeto tributario del deseo, la energía, que es tentación de casi todos los gobiernos del cariz partidista que sea.

Pero hay más: la colección de sentencias que acumulan las revisiones tarifarias por la subversión de los principios que están dentro de la propia ley como son la aditividad y su necesaria y exigente correspondencia con el coste total del suministro. En realidad, la aditividad es buena para conocer la realidad de lo que nos cuesta el suministro y de todas sus decisiones (claro, si no hubiera zonas oscuras como las primas que se ocultan deliberadamente). Una derivada de estos fracasos es la bochornosa senda normativa del déficit tarifario, que alcanzó niveles paroxísticos con la legalización de la ilegalidad mediante el Real Decreto Ley de empleadas de hogar. Como los vampiros que salen al final de las películas redivivos. O la enorme litigiosidad que ya está incluso en instancias europeas relativas a la energía.

Todo ello, bajo la teoría de la manta en invierno. Estirando la manta desde el cabecero, se quedan los pies al aire. De hecho, la legislación española hoy es una de las primeras que traspuso la normativa comunitaria en energía y, en concreto, en el sector eléctrico. Y eso conlleva la separación de actividades y que las tarifas resultantes deben ser el resultado del coste total del suministro con actividades liberalizadas, como la generación, en régimen de mercado. Los intentos más o menos ingeniosos o genuinos de orillar estos principios acaban y acabarán en el fracaso, por mucho empeño que pongan los laboriosos y escurridizos servicios jurídicos del Estado al servicio del Ejecutivo de turno para evitar la economía y las decisiones políticas frontales.

En todo caso, ya no sorprenden estos fracasos y la existencia de este mal derecho energético y un escenario de litigiosidad alentado por la acción de los sucesivos ejecutivos que renuncian de facto al marco legal español y europeo después de haberlo aprobado y traspuesto. Por eso, cuando los tribunales dictaminan contra las normas promulgadas en el ámbito de la energía que son evidentemente ilegales (la paradoja de la ley ilegal), la respuesta es un ejercicio de pataleo. ¿Es que la justicia no nos va a dejar hacer política (por no decir, no nos va a dejar hacer chapuzas)? Recordemos la expresión «¡Yo soy un político!» que reivindicó el ministro José Manuel Soria, recién entrado, para evitar la revisión tarifaria del primer trimestre de 2012 con una sentencia encima de la mesa. Y es que la acción de los tribunales ya se ha convertido en uno de los quebraderos de cabeza más habituales cuando el punto de partida de todas estas medidas es la sujeción a la legalidad, como derecho y deber fundamental en un Estado democrático.

Es curioso que esta situación de fracasos judiciales continuados se produzca, además, en el momento en que el colectivo corporativo de los Abogados del Estado ha extendido su poder y expandido su capacidad en la Administración española de la mano de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y de Dolores de Cospedal, secretaria general del Partido Popular, ambas pertenecientes al mismo. De hecho, es bien sabido que uno de los candidatos a secretario de Estado de Energía, Ignacio Rangel, era un Abogado del Estado, además de jefe de gabinete de Marti Scharfhausen (primer sorprendido y también responsable de la solidez legal de las revisiones tarifarias elaboradas por esta área).

Pero, razonablemente, y a pesar de su calidad y pericia, se ven sobrepasados por la pretensión política y gubernamental de violentar la economía, las leyes generales e incluso las Directivas Europeas y su filosofía económica y de mercado, es decir, la adaptación del derecho y la normativa a la voluntad política como reto a los profesionales del derecho para tratar de justificar una cosa y la contraria, una capacidad casi telúrica.

Evidentemente, estas condenas son vistas con fastidio por las Administraciones concernidas. Los retroprogresivos se quejan de que los agentes económicos, las empresas, tengan servicios jurídicos solventes y de que recurran las decisiones y normas que luego se tornan en ilegales en su afán de justificar la discrecionalidad legislativa intervencionista. Incluso los juristas ponentes por parte de las Administraciones tienen un sentimiento de frustración que va entre la rabia y la resignación. Y, finalmente, se trata de un contratiempo a una visión de la política politizada cuya expresión es «para algo hemos ganado unas elecciones» expresión que constituye un salvoconducto a su juicio. Y, por ello, estos fracasos jurídicos se producen en una instancia u otra, sin atisbo de enmienda o de aprendizaje de las mismas. Entre otras cosas, porque el aprendizaje implicaría un mayor respeto a los principios constitucionales, mayor seguridad jurídica, mayor ortodoxia legal y económica, además de una reducción del presupuesto de gastos en lugar de intervenir el mercado más allá de sus fronteras.

Y, a la opinión pública, cuando esto se produce, se le traslada la sentencia en el marco comunicacional retroprogresivo crónico del sector, sin explicación y sin comprensión de lo que quiere decir. Vean los titulares cuando se retrocede en el Tribunal Supremo la tarifa eléctrica trilerista que genera déficit tarifario tolerante con la intervención pública y la aceptación del franquismo sociológico en aras de unos precios artificialmente bajos e intervenidos. Y se escribe «los jueces deciden tal o cual» o «el Gobierno de tal tendrá que pagar tanto a las empresas», en términos de beneficiados o perjudicados, y no de restituidos en sus derechos o de la aplicación de principios de legalidad. Y todo se presta a un ejercicio de prestidigitación de ocultar las responsabilidades de las decisiones administrativas y políticas que afectan a los precios de la electricidad.

Por tanto, estas victorias jurídicas en el ámbito de la energía se producen contra quienes piensan que la política (entendida como el ejercicio y la adaptación discrecional y demagógica del Estado de derecho a los intereses puntuales políticos de cada momento) puede hacer y decidir lo que le venga en gana, utilizando comunicación política y retórica de trazo grueso antiempresarial propio de sociedades peronistas y del izquierdismo previo a la socialdemocracia. Esa concepción del mercado, de la justicia y del derecho, no tendría cabida en ninguna sociedad…

El Derecho es una institución en un país (sin llegar a Kelsem, claro: el Estado es el derecho y el derecho es el Estado). Nuestro derecho y nuestro país viven una crisis institucional y de sus inexistentes instituciones generalizada. La mala regulación, la voracidad fiscal, el incremento de los costes regulados sin control, las primas descontroladas son decisiones políticas que perjudican a los consumidores, a las empresas y a los agentes del sector, que son los que tienen que financiar esos déficits. Las normas, que luego devienen en ilegales para evitar sus consecuencias, no hacen sino perjudicar a todos. La huida del derecho y el mal derecho, lo que persigue es engañar a todos, favoreciendo una visión distorsionada de la realidad.

De ese mal derecho, ¿quién tiene la responsabilidad?

El estado del mal derecho energético

Artículo elaborado partiendo de la realidad vigente y reciente, e inspirado en el artículo El mal derecho de José María Ruiz Soroa en el diario El País en el que analiza el recurso a la litigiosidad en España por las carencias de nuestro modo de dedicar la legalidad. Por el mal derecho. En él se puede leer: «La legislación es prolífica, precipitada, desordenada, poco cuidadosa, plural, solapada, técnicamente descuidada, volátil, declamatoria, y así sucesivamente«.

Ayer hablábamos de los fracasos jurídicos de las Comunidades Autónomas en la determinación de figuras tributarias sucesivas sobre hechos impositivos relacionados con la energía, en su convicción de que el consumo de energía o su generación es un filón de fácil y jugoso gravamen, concentrado en el origen, de difícil elusión y con demanda inelástica para perjuicio final de los consumidores. En este punto, se unen dos líneas de trayectoria: el trazo grueso de la regulación energética española (el mal derecho) y la voracidad fiscal sobre un objeto tributario del deseo, la energía, que es tentación de casi todos los gobiernos del cariz partidista que sea.

Pero hay más: la colección de sentencias que acumulan las revisiones tarifarias por la subversión de los principios que están dentro de la propia ley como son la aditividad y su necesaria y exigente correspondencia con el coste total del suministro. En realidad, la aditividad es buena para conocer la realidad de lo que nos cuesta el suministro y de todas sus decisiones (claro, si no hubiera zonas oscuras como las primas que se ocultan deliberadamente). Una derivada de estos fracasos es la bochornosa senda normativa del déficit tarifario, que alcanzó niveles paroxísticos con la legalización de la ilegalidad mediante el Real Decreto Ley de empleadas de hogar. Como los vampiros que salen al final de las películas redivivos. O la enorme litigiosidad que ya está incluso en instancias europeas relativas a la energía.

Todo ello, bajo la teoría de la manta en invierno. Estirando la manta desde el cabecero, se quedan los pies al aire. De hecho, la legislación española hoy es una de las primeras que traspuso la normativa comunitaria en energía y, en concreto, en el sector eléctrico. Y eso conlleva la separación de actividades y que las tarifas resultantes deben ser el resultado del coste total del suministro con actividades liberalizadas, como la generación, en régimen de mercado. Los intentos más o menos ingeniosos o genuinos de orillar estos principios acaban y acabarán en el fracaso, por mucho empeño que pongan los laboriosos y escurridizos servicios jurídicos del Estado al servicio del Ejecutivo de turno para evitar la economía y las decisiones políticas frontales.

En todo caso, ya no sorprenden estos fracasos y la existencia de este mal derecho energético y un escenario de litigiosidad alentado por la acción de los sucesivos ejecutivos que renuncian de facto al marco legal español y europeo después de haberlo aprobado y traspuesto. Por eso, cuando los tribunales dictaminan contra las normas promulgadas en el ámbito de la energía que son evidentemente ilegales (la paradoja de la ley ilegal), la respuesta es un ejercicio de pataleo. ¿Es que la justicia no nos va a dejar hacer política (por no decir, no nos va a dejar hacer chapuzas)? Recordemos la expresión «¡Yo soy un político!» que reivindicó el ministro José Manuel Soria, recién entrado, para evitar la revisión tarifaria del primer trimestre de 2012 con una sentencia encima de la mesa. Y es que la acción de los tribunales ya se ha convertido en uno de los quebraderos de cabeza más habituales cuando el punto de partida de todas estas medidas es la sujeción a la legalidad, como derecho y deber fundamental en un Estado democrático.

Es curioso que esta situación de fracasos judiciales continuados se produzca, además, en el momento en que el colectivo corporativo de los Abogados del Estado ha extendido su poder y expandido su capacidad en la Administración española de la mano de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y de Dolores de Cospedal, secretaria general del Partido Popular, ambas pertenecientes al mismo. De hecho, es bien sabido que uno de los candidatos a secretario de Estado de Energía, Ignacio Rangel, era un Abogado del Estado, además de jefe de gabinete de Marti Scharfhausen (primer sorprendido y también responsable de la solidez legal de las revisiones tarifarias elaboradas por esta área).

Pero, razonablemente, y a pesar de su calidad y pericia, se ven sobrepasados por la pretensión política y gubernamental de violentar la economía, las leyes generales e incluso las Directivas Europeas y su filosofía económica y de mercado, es decir, la adaptación del derecho y la normativa a la voluntad política como reto a los profesionales del derecho para tratar de justificar una cosa y la contraria, una capacidad casi telúrica.

Evidentemente, estas condenas son vistas con fastidio por las Administraciones concernidas. Los retroprogresivos se quejan de que los agentes económicos, las empresas, tengan servicios jurídicos solventes y de que recurran las decisiones y normas que luego se tornan en ilegales en su afán de justificar la discrecionalidad legislativa intervencionista. Incluso los juristas ponentes por parte de las Administraciones tienen un sentimiento de frustración que va entre la rabia y la resignación. Y, finalmente, se trata de un contratiempo a una visión de la política politizada cuya expresión es «para algo hemos ganado unas elecciones» expresión que constituye un salvoconducto a su juicio. Y, por ello, estos fracasos jurídicos se producen en una instancia u otra, sin atisbo de enmienda o de aprendizaje de las mismas. Entre otras cosas, porque el aprendizaje implicaría un mayor respeto a los principios constitucionales, mayor seguridad jurídica, mayor ortodoxia legal y económica, además de una reducción del presupuesto de gastos en lugar de intervenir el mercado más allá de sus fronteras.

Y, a la opinión pública, cuando esto se produce, se le traslada la sentencia en el marco comunicacional retroprogresivo crónico del sector, sin explicación y sin comprensión de lo que quiere decir. Vean los titulares cuando se retrocede en el Tribunal Supremo la tarifa eléctrica trilerista que genera déficit tarifario tolerante con la intervención pública y la aceptación del franquismo sociológico en aras de unos precios artificialmente bajos e intervenidos. Y se escribe «los jueces deciden tal o cual» o «el Gobierno de tal tendrá que pagar tanto a las empresas», en términos de beneficiados o perjudicados, y no de restituidos en sus derechos o de la aplicación de principios de legalidad. Y todo se presta a un ejercicio de prestidigitación de ocultar las responsabilidades de las decisiones administrativas y políticas que afectan a los precios de la electricidad.

Por tanto, estas victorias jurídicas en el ámbito de la energía se producen contra quienes piensan que la política (entendida como el ejercicio y la adaptación discrecional y demagógica del Estado de derecho a los intereses puntuales políticos de cada momento) puede hacer y decidir lo que le venga en gana, utilizando comunicación política y retórica de trazo grueso antiempresarial propio de sociedades peronistas y del izquierdismo previo a la socialdemocracia. Esa concepción del mercado, de la justicia y del derecho, no tendría cabida en ninguna sociedad…

El Derecho es una institución en un país (sin llegar a Kelsem, claro: el Estado es el derecho y el derecho es el Estado). Nuestro derecho y nuestro país viven una crisis institucional y de sus inexistentes instituciones generalizada. La mala regulación, la voracidad fiscal, el incremento de los costes regulados sin control, las primas descontroladas son decisiones políticas que perjudican a los consumidores, a las empresas y a los agentes del sector, que son los que tienen que financiar esos déficits. Las normas, que luego devienen en ilegales para evitar sus consecuencias, no hacen sino perjudicar a todos. La huida del derecho y el mal derecho, lo que persigue es engañar a todos, favoreciendo una visión distorsionada de la realidad.

De ese mal derecho, ¿quién tiene la responsabilidad?

El estado del mal derecho energético

Artículo elaborado partiendo de la realidad vigente y reciente, e inspirado en el artículo El mal derecho de José María Ruiz Soroa en el diario El País en el que analiza el recurso a la litigiosidad en España por las carencias de nuestro modo de dedicar la legalidad. Por el mal derecho. En él se puede leer: «La legislación es prolífica, precipitada, desordenada, poco cuidadosa, plural, solapada, técnicamente descuidada, volátil, declamatoria, y así sucesivamente«.

Ayer hablábamos de los fracasos jurídicos de las Comunidades Autónomas en la determinación de figuras tributarias sucesivas sobre hechos impositivos relacionados con la energía, en su convicción de que el consumo de energía o su generación es un filón de fácil y jugoso gravamen, concentrado en el origen, de difícil elusión y con demanda inelástica para perjuicio final de los consumidores. En este punto, se unen dos líneas de trayectoria: el trazo grueso de la regulación energética española (el mal derecho) y la voracidad fiscal sobre un objeto tributario del deseo, la energía, que es tentación de casi todos los gobiernos del cariz partidista que sea.

Pero hay más: la colección de sentencias que acumulan las revisiones tarifarias por la subversión de los principios que están dentro de la propia ley como son la aditividad y su necesaria y exigente correspondencia con el coste total del suministro. En realidad, la aditividad es buena para conocer la realidad de lo que nos cuesta el suministro y de todas sus decisiones (claro, si no hubiera zonas oscuras como las primas que se ocultan deliberadamente). Una derivada de estos fracasos es la bochornosa senda normativa del déficit tarifario, que alcanzó niveles paroxísticos con la legalización de la ilegalidad mediante el Real Decreto Ley de empleadas de hogar. Como los vampiros que salen al final de las películas redivivos. O la enorme litigiosidad que ya está incluso en instancias europeas relativas a la energía.

Todo ello, bajo la teoría de la manta en invierno. Estirando la manta desde el cabecero, se quedan los pies al aire. De hecho, la legislación española hoy es una de las primeras que traspuso la normativa comunitaria en energía y, en concreto, en el sector eléctrico. Y eso conlleva la separación de actividades y que las tarifas resultantes deben ser el resultado del coste total del suministro con actividades liberalizadas, como la generación, en régimen de mercado. Los intentos más o menos ingeniosos o genuinos de orillar estos principios acaban y acabarán en el fracaso, por mucho empeño que pongan los laboriosos y escurridizos servicios jurídicos del Estado al servicio del Ejecutivo de turno para evitar la economía y las decisiones políticas frontales.

En todo caso, ya no sorprenden estos fracasos y la existencia de este mal derecho energético y un escenario de litigiosidad alentado por la acción de los sucesivos ejecutivos que renuncian de facto al marco legal español y europeo después de haberlo aprobado y traspuesto. Por eso, cuando los tribunales dictaminan contra las normas promulgadas en el ámbito de la energía que son evidentemente ilegales (la paradoja de la ley ilegal), la respuesta es un ejercicio de pataleo. ¿Es que la justicia no nos va a dejar hacer política (por no decir, no nos va a dejar hacer chapuzas)? Recordemos la expresión «¡Yo soy un político!» que reivindicó el ministro José Manuel Soria, recién entrado, para evitar la revisión tarifaria del primer trimestre de 2012 con una sentencia encima de la mesa. Y es que la acción de los tribunales ya se ha convertido en uno de los quebraderos de cabeza más habituales cuando el punto de partida de todas estas medidas es la sujeción a la legalidad, como derecho y deber fundamental en un Estado democrático.

Es curioso que esta situación de fracasos judiciales continuados se produzca, además, en el momento en que el colectivo corporativo de los Abogados del Estado ha extendido su poder y expandido su capacidad en la Administración española de la mano de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y de Dolores de Cospedal, secretaria general del Partido Popular, ambas pertenecientes al mismo. De hecho, es bien sabido que uno de los candidatos a secretario de Estado de Energía, Ignacio Rangel, era un Abogado del Estado, además de jefe de gabinete de Marti Scharfhausen (primer sorprendido y también responsable de la solidez legal de las revisiones tarifarias elaboradas por esta área).

Pero, razonablemente, y a pesar de su calidad y pericia, se ven sobrepasados por la pretensión política y gubernamental de violentar la economía, las leyes generales e incluso las Directivas Europeas y su filosofía económica y de mercado, es decir, la adaptación del derecho y la normativa a la voluntad política como reto a los profesionales del derecho para tratar de justificar una cosa y la contraria, una capacidad casi telúrica.

Evidentemente, estas condenas son vistas con fastidio por las Administraciones concernidas. Los retroprogresivos se quejan de que los agentes económicos, las empresas, tengan servicios jurídicos solventes y de que recurran las decisiones y normas que luego se tornan en ilegales en su afán de justificar la discrecionalidad legislativa intervencionista. Incluso los juristas ponentes por parte de las Administraciones tienen un sentimiento de frustración que va entre la rabia y la resignación. Y, finalmente, se trata de un contratiempo a una visión de la política politizada cuya expresión es «para algo hemos ganado unas elecciones» expresión que constituye un salvoconducto a su juicio. Y, por ello, estos fracasos jurídicos se producen en una instancia u otra, sin atisbo de enmienda o de aprendizaje de las mismas. Entre otras cosas, porque el aprendizaje implicaría un mayor respeto a los principios constitucionales, mayor seguridad jurídica, mayor ortodoxia legal y económica, además de una reducción del presupuesto de gastos en lugar de intervenir el mercado más allá de sus fronteras.

Y, a la opinión pública, cuando esto se produce, se le traslada la sentencia en el marco comunicacional retroprogresivo crónico del sector, sin explicación y sin comprensión de lo que quiere decir. Vean los titulares cuando se retrocede en el Tribunal Supremo la tarifa eléctrica trilerista que genera déficit tarifario tolerante con la intervención pública y la aceptación del franquismo sociológico en aras de unos precios artificialmente bajos e intervenidos. Y se escribe «los jueces deciden tal o cual» o «el Gobierno de tal tendrá que pagar tanto a las empresas», en términos de beneficiados o perjudicados, y no de restituidos en sus derechos o de la aplicación de principios de legalidad. Y todo se presta a un ejercicio de prestidigitación de ocultar las responsabilidades de las decisiones administrativas y políticas que afectan a los precios de la electricidad.

Por tanto, estas victorias jurídicas en el ámbito de la energía se producen contra quienes piensan que la política (entendida como el ejercicio y la adaptación discrecional y demagógica del Estado de derecho a los intereses puntuales políticos de cada momento) puede hacer y decidir lo que le venga en gana, utilizando comunicación política y retórica de trazo grueso antiempresarial propio de sociedades peronistas y del izquierdismo previo a la socialdemocracia. Esa concepción del mercado, de la justicia y del derecho, no tendría cabida en ninguna sociedad…

El Derecho es una institución en un país (sin llegar a Kelsem, claro: el Estado es el derecho y el derecho es el Estado). Nuestro derecho y nuestro país viven una crisis institucional y de sus inexistentes instituciones generalizada. La mala regulación, la voracidad fiscal, el incremento de los costes regulados sin control, las primas descontroladas son decisiones políticas que perjudican a los consumidores, a las empresas y a los agentes del sector, que son los que tienen que financiar esos déficits. Las normas, que luego devienen en ilegales para evitar sus consecuencias, no hacen sino perjudicar a todos. La huida del derecho y el mal derecho, lo que persigue es engañar a todos, favoreciendo una visión distorsionada de la realidad.

De ese mal derecho, ¿quién tiene la responsabilidad?

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