Bolivia: expolio al monopolio
En primer lugar, más que un problema económico (la filial boliviana de REE aporta en torno a un 1,5% de los ingresos REE), es más preocupante, como apuntan los analistas, el efecto psicológico sobre la economía española, que no sale de la deriva y de los ascensos en la prima de riesgo. La percepción de debilidad de la economía y de la política española opera en contra y existe el temor de que sea más fácil de lo que parece agredir intereses españoles en la medida en que todo está interrelacionado y se puede pasar de la retórica virulenta al encaje de intereses con cierta facilidad.
En segundo lugar, es preciso detenerse en la respuesta diplomática: tras el progresivo desleimiento de la misma por parte del gobierno español en el caso de la expropiación de YPF operada por el gobierno neoperonista de Cristina Fernández de Kirchner, en el caso boliviano, el nivel de partida se ha situado varios peldaños por debajo, con una retórica de baja intensidad desde nuestras instancias gubernamentales que van ganando experiencia en este tipo de conflictos.
Desde el Ejecutivo se ha querido subrayar las aparentes diferencias entre una expropiación y otra, así como resaltar los ofrecimientos del Gobierno boliviano a «indemnizar» a Red Eléctrica de España, frente a la mayor rebeldía argentina, unido todo ello a una comprensión e invocación desde las instancias políticas al «derecho legítimo» de los gobiernos a expropiar, algo muy peculiar incluso viniendo de las huestes populares (¿?). Si un gobierno, en su legítima acción programática política, considera que tal actividad o tal otra que era en su momento privada debe ser pública, y, por tanto, decide nacionalizar la empresa que lo realiza, tiene un procedimiento: adquirir todas sus acciones mediante los mecanismos y operaciones de adquisición en el mercado existentes, sin previamente actuar políticamente para desvalorizar la empresa y utilizar esa ventaja.
Lo queramos o no, existen similitudes. Además de una muy importante que es la propia coincidencia en el tiempo en modo dominó, existen otras como que la expropiación sea el recurso del gobierno del país andino, en momentos de dificultades económicas y políticas internas (el populismo sigue funcionando, aquí se ha presentado como un «regalo a los trabajadores» el 1 de mayo), el uso del Ejército y de la acción sumarísima, la acusación de falta de inversión a la empresa española (lo que reproduce también un mismo guión), la ausencia de aviso previo y que los dos gobiernos, argentino y boliviano, hayan sido importantes receptores de la ayuda exterior española.
Dos precauciones se entrecruzan y han determinado que el control de esta crisis se lleve desde Moncloa y, por tanto, que se haya rebajado el tono beligerante de arranque de los «Jose Manueles», García Margallo y Soria, en el caso argentino. La primera, los intereses de otras empresas españolas en estos países. La segunda, el temblor que produce un fracaso en la Cumbre de Cádiz, sobre la que cunde el temor de que una respuesta diplomática intensa podría derivar en un número importante de sillas vacías. Todo esto, la voluntad de Rajoy de un atlantismo de menor intensidad que el de Aznar, con la mirada en América Latina, buscando un posicionamiento mejor y las respuestas norteamericanas y los intereses chinos acechando, son elementos que conforman un panorama ciertamente inquietante para nuestra diplomacia económica.
Además, objetivamente, el problema de la indemnización, del «justiprecio», es mucho menos mediático. Es un asunto de negociación, de derecho internacional y se puede postergar, llegando hasta las instancias que dirimen estos conflictos, como el CIADI. La Cumbre de Cádiz, evidentemente, no. ¿Quiere decir esto que nos envolvamos en un españolismo trasnochado que es la antesala del victimismo? No es necesario. De hecho, ni el propio Aznar (ya dedicado enteramente a los negocios, y que ha sido recordado en estos días en imágenes de archivo con Cristina Fernández de Kirchner) ha intentado en ningún caso inflamar la atmósfera diplomática, en un escenario que claramente era proclive para invocar un liderazgo del tipo «macho alpha». Como se puede ver, existen mecanismos autorrepresivos para refrenarse.
La estatalización por motivos políticos de empresas privadas y la afectación de intereses de empresas energéticas españolas por estos procedimientos nacionalizadores son un expolio y una mala noticia para nuestras empresas, para el derecho internacional, para el libre mercado, para nuestra economía, para nuestra imagen exterior, para la marca España y para nuestro Gobierno acuciado por un problema de modelo, de visión y de relato político. Es reprobable desde todo punto de vista y, seguramente, sus desenlaces en el ámbito leguleyo, finalmente, no serán los más satisfactorios, una vez conocida la contraprestación que reciban nuestras empresas por lo incautado.
En el caso que nos ocupa, el de la expropiación de Transportadora de Energía, además, queda una reflexión abierta, un debate que en su momento estuvo encima de la mesa (y que recientemente se ha reabierto con el caso de la extensión de esta prerrogativa a Enagás) consistente en preguntarse si es razonable que los operadores de transporte y de sistema españoles, que operan en nuestro país, con cúpulas directivas decididas por el Gobierno, bajo un modelo monopolístico de transportista único, pueden diversificar sus actividades o internacionalizarse. Para nota.



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