Perdición

En todo caso, todo en la vida tiene siempre su doble filo, que casi nunca se percibe por efecto de la propia subjetividad que selecciona la percepción de los hechos. Subjetividad que pasa por el hecho de perseguir un objetivo con un acto y no comprender los efectos nocivos que ese acto presenta. En el caso de la Ley de Competencia y Mercados, más allá del disparate consistente en vaciar el sistema de organismos reguladores independientes con la excusa de un ahorro, se da un golpe de muerte a estas instituciones (otro más). Esta cuestión, en nuestros usos políticos, ha pasado a ser moneda común, que ha caído en el ensañamiento.

Del mismo modo, asistimos a la configuración o calificación de activos estratégicos que afecta a CLH o Repsol, de cara a la posible entrada de inversores extracomunitarios en su accionariado, con la pretensión o el efecto de ejercer una capacidad de blindaje ante los movimientos financieros, empresariales y corporativos internacionales, cuestión a la que también se ha apelado en los últimos días en torno al gen español de Telefónica ante el interés en una posible operación de la norteamericana ATT. Sobre todo, dado el abaratamiento de los precios de las acciones de nuestras compañías.

A un gobierno intervencionista y que apela al «españolismo», estas medidas le pueden parecer positivas en la medida que favorecen una de sus «ideologías»: el control y el bloqueo a los que se han acostumbrado las autoridades españolas, que no salen de una concepción de la política empresarial del franquismo. El Gobierno, así, puede evitarse sorpresas y, a la vez, tomar decisiones políticas, buscando más grados de discrecionalidad y así controlar más la economía, los mercados y las empresas desde el propio Ejecutivo. Dicha aspiración, tan genética en izquierda y derecha española, ya se ha puesto de manifiesto en operaciones corporativas pasadas.

Dicha bunkerización de la economía tiene una parte productiva que depende de los objetivos políticos (no económicos) y del plazo al que se establecen. Por tanto, se pueden hacer más trapisondas regulatorias y jurídicas en el mercado interior, suavizando o matizando la reacción de los accionistas internacionales, entre otras cosas, porque no los hay. Los trapos se limpian en casa y ancha es Castilla. En consecuencia, no es necesario para nuestras autoridades conocer el funcionamiento del capitalismo, la economía de mercado, los efectos de la globalización y de sus implicaciones.

Esto es algo que se ha puesto de manifiesto en los conflictos por la seguridad jurídica y retributiva que reclaman países como Estados Unidos, de cara a las inversiones de sus ciudadanos en activos energéticos en nuestro país. Sólo son necesarias campañas de prensa y propaganda, en ese escenario, de tintes autárquicos que recuerdan a comportamientos propios de los actuales gobiernos venezolano o argentino.

Sin embargo, estas políticas tienen también sus efectos secundarios y su envés para todos: se limita la capacidad teórica de las empresas españolas para ser atractivas en los mercados internacionales y generar valor para el accionista, aún cuando su gestión sea impecable. Y, por tanto, se elevan los «spread» a efectos de financiación con respecto a los teóricos. Si a ello combinamos los propios efectos de las políticas sobre las empresas, que sufren esas formas particulares de comprensión de la política económica y la intervención, se aboca a una espiral de abaratamiento por motivos políticos que nos parecen «naturales» (a modo de ejemplo, pueden verse los comportamientos del Ministerio de Industria respecto a la determinación política de la retribución).

Finalmente, queda saber si esas medidas serán efectivas o no para la intención que se pretende en términos numantinos, es decir, si ante tal abaratamiento podrá frenarse a los inversores internacionales a efectos de dificultar su acceso a las empresas españolas por su condición de foráneos; si será posible, con tal debilidad institucional o política, resistir los embates por la vía de la bunkerización, a efectos de evitar que las empresas sean adquiridas por manos no españolas. Y, llegados a otros extremos, si esa actuación se podrá instrumentar de la misma forma cuando empiecen a suceder dichas operaciones en el ámbito comunitario, lo que podría abocar al Gobierno a nuevas chapuzas (intervenciones).

En todo caso, la credibilidad institucional de nuestro país y nuestra economía se pone bajo observación. Una perdición, una involución. Y doble.

Perdición

En todo caso, todo en la vida tiene siempre su doble filo, que casi nunca se percibe por efecto de la propia subjetividad que selecciona la percepción de los hechos. Subjetividad que pasa por el hecho de perseguir un objetivo con un acto y no comprender los efectos nocivos que ese acto presenta. En el caso de la Ley de Competencia y Mercados, más allá del disparate consistente en vaciar el sistema de organismos reguladores independientes con la excusa de un ahorro, se da un golpe de muerte a estas instituciones (otro más). Esta cuestión, en nuestros usos políticos, ha pasado a ser moneda común, que ha caído en el ensañamiento.

Del mismo modo, asistimos a la configuración o calificación de activos estratégicos que afecta a CLH o Repsol, de cara a la posible entrada de inversores extracomunitarios en su accionariado, con la pretensión o el efecto de ejercer una capacidad de blindaje ante los movimientos financieros, empresariales y corporativos internacionales, cuestión a la que también se ha apelado en los últimos días en torno al gen español de Telefónica ante el interés en una posible operación de la norteamericana ATT. Sobre todo, dado el abaratamiento de los precios de las acciones de nuestras compañías.

A un gobierno intervencionista y que apela al «españolismo», estas medidas le pueden parecer positivas en la medida que favorecen una de sus «ideologías»: el control y el bloqueo a los que se han acostumbrado las autoridades españolas, que no salen de una concepción de la política empresarial del franquismo. El Gobierno, así, puede evitarse sorpresas y, a la vez, tomar decisiones políticas, buscando más grados de discrecionalidad y así controlar más la economía, los mercados y las empresas desde el propio Ejecutivo. Dicha aspiración, tan genética en izquierda y derecha española, ya se ha puesto de manifiesto en operaciones corporativas pasadas.

Dicha bunkerización de la economía tiene una parte productiva que depende de los objetivos políticos (no económicos) y del plazo al que se establecen. Por tanto, se pueden hacer más trapisondas regulatorias y jurídicas en el mercado interior, suavizando o matizando la reacción de los accionistas internacionales, entre otras cosas, porque no los hay. Los trapos se limpian en casa y ancha es Castilla. En consecuencia, no es necesario para nuestras autoridades conocer el funcionamiento del capitalismo, la economía de mercado, los efectos de la globalización y de sus implicaciones.

Esto es algo que se ha puesto de manifiesto en los conflictos por la seguridad jurídica y retributiva que reclaman países como Estados Unidos, de cara a las inversiones de sus ciudadanos en activos energéticos en nuestro país. Sólo son necesarias campañas de prensa y propaganda, en ese escenario, de tintes autárquicos que recuerdan a comportamientos propios de los actuales gobiernos venezolano o argentino.

Sin embargo, estas políticas tienen también sus efectos secundarios y su envés para todos: se limita la capacidad teórica de las empresas españolas para ser atractivas en los mercados internacionales y generar valor para el accionista, aún cuando su gestión sea impecable. Y, por tanto, se elevan los «spread» a efectos de financiación con respecto a los teóricos. Si a ello combinamos los propios efectos de las políticas sobre las empresas, que sufren esas formas particulares de comprensión de la política económica y la intervención, se aboca a una espiral de abaratamiento por motivos políticos que nos parecen «naturales» (a modo de ejemplo, pueden verse los comportamientos del Ministerio de Industria respecto a la determinación política de la retribución).

Finalmente, queda saber si esas medidas serán efectivas o no para la intención que se pretende en términos numantinos, es decir, si ante tal abaratamiento podrá frenarse a los inversores internacionales a efectos de dificultar su acceso a las empresas españolas por su condición de foráneos; si será posible, con tal debilidad institucional o política, resistir los embates por la vía de la bunkerización, a efectos de evitar que las empresas sean adquiridas por manos no españolas. Y, llegados a otros extremos, si esa actuación se podrá instrumentar de la misma forma cuando empiecen a suceder dichas operaciones en el ámbito comunitario, lo que podría abocar al Gobierno a nuevas chapuzas (intervenciones).

En todo caso, la credibilidad institucional de nuestro país y nuestra economía se pone bajo observación. Una perdición, una involución. Y doble.

Perdición

En todo caso, todo en la vida tiene siempre su doble filo, que casi nunca se percibe por efecto de la propia subjetividad que selecciona la percepción de los hechos. Subjetividad que pasa por el hecho de perseguir un objetivo con un acto y no comprender los efectos nocivos que ese acto presenta. En el caso de la Ley de Competencia y Mercados, más allá del disparate consistente en vaciar el sistema de organismos reguladores independientes con la excusa de un ahorro, se da un golpe de muerte a estas instituciones (otro más). Esta cuestión, en nuestros usos políticos, ha pasado a ser moneda común, que ha caído en el ensañamiento.

Del mismo modo, asistimos a la configuración o calificación de activos estratégicos que afecta a CLH o Repsol, de cara a la posible entrada de inversores extracomunitarios en su accionariado, con la pretensión o el efecto de ejercer una capacidad de blindaje ante los movimientos financieros, empresariales y corporativos internacionales, cuestión a la que también se ha apelado en los últimos días en torno al gen español de Telefónica ante el interés en una posible operación de la norteamericana ATT. Sobre todo, dado el abaratamiento de los precios de las acciones de nuestras compañías.

A un gobierno intervencionista y que apela al «españolismo», estas medidas le pueden parecer positivas en la medida que favorecen una de sus «ideologías»: el control y el bloqueo a los que se han acostumbrado las autoridades españolas, que no salen de una concepción de la política empresarial del franquismo. El Gobierno, así, puede evitarse sorpresas y, a la vez, tomar decisiones políticas, buscando más grados de discrecionalidad y así controlar más la economía, los mercados y las empresas desde el propio Ejecutivo. Dicha aspiración, tan genética en izquierda y derecha española, ya se ha puesto de manifiesto en operaciones corporativas pasadas.

Dicha bunkerización de la economía tiene una parte productiva que depende de los objetivos políticos (no económicos) y del plazo al que se establecen. Por tanto, se pueden hacer más trapisondas regulatorias y jurídicas en el mercado interior, suavizando o matizando la reacción de los accionistas internacionales, entre otras cosas, porque no los hay. Los trapos se limpian en casa y ancha es Castilla. En consecuencia, no es necesario para nuestras autoridades conocer el funcionamiento del capitalismo, la economía de mercado, los efectos de la globalización y de sus implicaciones.

Esto es algo que se ha puesto de manifiesto en los conflictos por la seguridad jurídica y retributiva que reclaman países como Estados Unidos, de cara a las inversiones de sus ciudadanos en activos energéticos en nuestro país. Sólo son necesarias campañas de prensa y propaganda, en ese escenario, de tintes autárquicos que recuerdan a comportamientos propios de los actuales gobiernos venezolano o argentino.

Sin embargo, estas políticas tienen también sus efectos secundarios y su envés para todos: se limita la capacidad teórica de las empresas españolas para ser atractivas en los mercados internacionales y generar valor para el accionista, aún cuando su gestión sea impecable. Y, por tanto, se elevan los «spread» a efectos de financiación con respecto a los teóricos. Si a ello combinamos los propios efectos de las políticas sobre las empresas, que sufren esas formas particulares de comprensión de la política económica y la intervención, se aboca a una espiral de abaratamiento por motivos políticos que nos parecen «naturales» (a modo de ejemplo, pueden verse los comportamientos del Ministerio de Industria respecto a la determinación política de la retribución).

Finalmente, queda saber si esas medidas serán efectivas o no para la intención que se pretende en términos numantinos, es decir, si ante tal abaratamiento podrá frenarse a los inversores internacionales a efectos de dificultar su acceso a las empresas españolas por su condición de foráneos; si será posible, con tal debilidad institucional o política, resistir los embates por la vía de la bunkerización, a efectos de evitar que las empresas sean adquiridas por manos no españolas. Y, llegados a otros extremos, si esa actuación se podrá instrumentar de la misma forma cuando empiecen a suceder dichas operaciones en el ámbito comunitario, lo que podría abocar al Gobierno a nuevas chapuzas (intervenciones).

En todo caso, la credibilidad institucional de nuestro país y nuestra economía se pone bajo observación. Una perdición, una involución. Y doble.

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