La tarifa de último discurso

La aprobación por parte del gobierno de la denominada tarifa de último recurso (TUR) en el sector eléctrico ha revuelto, un poco más si cabe, el confuso momento que estamos viviendo en el ámbito energético, en el que, como preámbulo, podemos señalar, o más bien constatar, cómo el discurso liberalizador no ha sido especialmente bien entendido. Lo cual no quiere decir que esté completamente resuelto y que esta situación de imperfección no sea una de las causas de esas críticas, quizá la más importante. O tal vez, esas críticas deberían llamarse incomprensiones.

Debemos señalar que la implantación de esta tarifa todavía tiene pendiente la fijación del mecanismo de cálculo de estas tarifas de último recurso. La piedra Rosetta, vamos. Quiere decirse que ni las empresas comercializadoras, ni los consumidores, saben en este momento cuál es el precio final de la energía que va a quedar como resultante y referente de la tarifa de último recurso una vez se complete el proceso de liberalización.

Por tanto, no se sabe el nivel de “aditividad” (palabra que encierra la filosofía y meollo de la tarifa de último recurso) ni cuál es el margen real para que se puedan ofrecer mejores tarifas a los ciudadanos y consumidores, porque de hecho, no se sabe cuál va a ser esta metodología y qué capacidad va a tener el regulador para colocar precios políticos. Algo que, lógicamente, es una ambición intervencionista y una tentación en momentos de crisis económica, unido al desastre existente en la concepción de la electricidad como un servicio o suministro intervenido, o la idea de que el mercado es peligroso para los consumidores, acostumbrados a vivir en su adormidera tantos años. No obstante, se trata de una cuestión que no es baladí, seguramente, y puede situar parte del nudo gordiano del problema de la liberalización, pese a que la situación de los precios de la energía en el mercado mayorista, fruto de la caída de la demanda, permiten una adecuación más o menos suave que lo esperábamos hace un año.

De hecho, eso posibilita que exista una reclamación casi contradictoria en todo el proceso. Por un lado, se ha ido requiriendo que la tarifa de último recurso, se extienda al número mayor de consumidores que sea posible (solución que se ha instrumentado bajando la potencia contratada de los que se pueden acoger a esta tarifa) y así los argumentos que hemos podido conocer al respecto señalaban al mercado como causa de todos los costes y desórdenes. Venían a decir así “¡Cuántos usuarios abocados a las razzias del mercado, esto no puede ser!. Teóricamente la tarifa de último recurso debería ser una tarifa tope, a partir de la cual las tarifas de otros comercializadores deberían ser menores, una vez que se desarrolle mercado y competencia en esta actividad.

La segunda crítica intencional es el hecho de que hoy no exista (y no existe) una oferta diferenciada por parte de las distintas comercializadoras. Cuestión que tampoco debería sorprendernos en la medida que, sin contar con el mecanismo de cálculo de la propia tarifa de último recurso, probablemente no sea posible que las empresas realicen ofertas por debajo de la misma. Volvamos a tener en cuenta que la tarifa actual sigue siendo una tarifa política, que incorpora déficit tarifario y que es insuficiente para cubrir todos los costes asociados a la misma. Por tanto, probablemente, una vez despejadas técnicamente estas dudas, sea más razonable que los operadores tengan información, actúen con mayor racionalidad y compitan. De todas formas ya empiezan a aparecer ofertas, además de la actividad en materia de comercialización que las empresas han venido realizando hasta el momento.

Quedan dos cuestiones que también han suscitado polémica, como ha sido el desarrollo, dentro de la tarifa de último recurso, de la denominada tarifa social o bono social que además, según había trascendido en las negociaciones entre empresas y gobierno, estaría encima de la mesa. En Energía Diario hemos venido señalando como el acuerdo al respecto, que era inminente, se había ido retrasando y parece que en ese “impasse”, es de toda lógica que se aplace su regulación y que lógicamente se concrete su contenido y alcance, toda vez que serían las empresas quienes se harían cargo de la misma.

En último caso, otra cuestión abierta es el caso de las pequeñas distribuidoras que han iniciado procesos de integración para el desarrollo de la actividad de comercialización, en la medida que esta actividad ha sido concentrada en las comercializadoras de último recurso. Este proceso, uno de los elementos complementarios de la reforma, seguramente que precisa de una definición del período transitorio, así como de conocer la reestructuración que se opera en ese sector que todavía abastece a un número importante de clientes.

En todo caso, diagnóstico: pasos para la configuración de la tarifa de último recurso, con fases pendientes y desarrollo incompleto. Alguna parte, regulación de brocha gorda, que necesita afinamiento y, más allá, necesidad de desarrollo del sector en el nuevo escenario, que seguramente ni nos lo creemos y en el que todavía hay que meter los dedos en las llagas. Si no, esto se puede convertir en el último discurso, liberalizador-antiliberalizador o, más bien, federales contra confederados.

La tarifa de último discurso

La aprobación por parte del gobierno de la denominada tarifa de último recurso (TUR) en el sector eléctrico ha revuelto, un poco más si cabe, el confuso momento que estamos viviendo en el ámbito energético, en el que, como preámbulo, podemos señalar, o más bien constatar, cómo el discurso liberalizador no ha sido especialmente bien entendido. Lo cual no quiere decir que esté completamente resuelto y que esta situación de imperfección no sea una de las causas de esas críticas, quizá la más importante. O tal vez, esas críticas deberían llamarse incomprensiones.

Debemos señalar que la implantación de esta tarifa todavía tiene pendiente la fijación del mecanismo de cálculo de estas tarifas de último recurso. La piedra Rosetta, vamos. Quiere decirse que ni las empresas comercializadoras, ni los consumidores, saben en este momento cuál es el precio final de la energía que va a quedar como resultante y referente de la tarifa de último recurso una vez se complete el proceso de liberalización.

Por tanto, no se sabe el nivel de “aditividad” (palabra que encierra la filosofía y meollo de la tarifa de último recurso) ni cuál es el margen real para que se puedan ofrecer mejores tarifas a los ciudadanos y consumidores, porque de hecho, no se sabe cuál va a ser esta metodología y qué capacidad va a tener el regulador para colocar precios políticos. Algo que, lógicamente, es una ambición intervencionista y una tentación en momentos de crisis económica, unido al desastre existente en la concepción de la electricidad como un servicio o suministro intervenido, o la idea de que el mercado es peligroso para los consumidores, acostumbrados a vivir en su adormidera tantos años. No obstante, se trata de una cuestión que no es baladí, seguramente, y puede situar parte del nudo gordiano del problema de la liberalización, pese a que la situación de los precios de la energía en el mercado mayorista, fruto de la caída de la demanda, permiten una adecuación más o menos suave que lo esperábamos hace un año.

De hecho, eso posibilita que exista una reclamación casi contradictoria en todo el proceso. Por un lado, se ha ido requiriendo que la tarifa de último recurso, se extienda al número mayor de consumidores que sea posible (solución que se ha instrumentado bajando la potencia contratada de los que se pueden acoger a esta tarifa) y así los argumentos que hemos podido conocer al respecto señalaban al mercado como causa de todos los costes y desórdenes. Venían a decir así “¡Cuántos usuarios abocados a las razzias del mercado, esto no puede ser!. Teóricamente la tarifa de último recurso debería ser una tarifa tope, a partir de la cual las tarifas de otros comercializadores deberían ser menores, una vez que se desarrolle mercado y competencia en esta actividad.

La segunda crítica intencional es el hecho de que hoy no exista (y no existe) una oferta diferenciada por parte de las distintas comercializadoras. Cuestión que tampoco debería sorprendernos en la medida que, sin contar con el mecanismo de cálculo de la propia tarifa de último recurso, probablemente no sea posible que las empresas realicen ofertas por debajo de la misma. Volvamos a tener en cuenta que la tarifa actual sigue siendo una tarifa política, que incorpora déficit tarifario y que es insuficiente para cubrir todos los costes asociados a la misma. Por tanto, probablemente, una vez despejadas técnicamente estas dudas, sea más razonable que los operadores tengan información, actúen con mayor racionalidad y compitan. De todas formas ya empiezan a aparecer ofertas, además de la actividad en materia de comercialización que las empresas han venido realizando hasta el momento.

Quedan dos cuestiones que también han suscitado polémica, como ha sido el desarrollo, dentro de la tarifa de último recurso, de la denominada tarifa social o bono social que además, según había trascendido en las negociaciones entre empresas y gobierno, estaría encima de la mesa. En Energía Diario hemos venido señalando como el acuerdo al respecto, que era inminente, se había ido retrasando y parece que en ese “impasse”, es de toda lógica que se aplace su regulación y que lógicamente se concrete su contenido y alcance, toda vez que serían las empresas quienes se harían cargo de la misma.

En último caso, otra cuestión abierta es el caso de las pequeñas distribuidoras que han iniciado procesos de integración para el desarrollo de la actividad de comercialización, en la medida que esta actividad ha sido concentrada en las comercializadoras de último recurso. Este proceso, uno de los elementos complementarios de la reforma, seguramente que precisa de una definición del período transitorio, así como de conocer la reestructuración que se opera en ese sector que todavía abastece a un número importante de clientes.

En todo caso, diagnóstico: pasos para la configuración de la tarifa de último recurso, con fases pendientes y desarrollo incompleto. Alguna parte, regulación de brocha gorda, que necesita afinamiento y, más allá, necesidad de desarrollo del sector en el nuevo escenario, que seguramente ni nos lo creemos y en el que todavía hay que meter los dedos en las llagas. Si no, esto se puede convertir en el último discurso, liberalizador-antiliberalizador o, más bien, federales contra confederados.

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