Cerrado en las reformas

En la actualidad, es difícil diferenciar el grano de la paja, lo auténtico de lo sucedáneo. Y ese es el caso de la utilización de la palabra «reforma» en lo que se refiere a la economía. Numerosos economistas reivindican, con toda razón, la necesidad de realizar reformas estructurales en nuestra economía para proporcionar mayor competitividad a nuestro país en un mundo globalizado, así como para reducir la grasa acumulada en los años de bonanza y, a la vez, de gran inobservancia sobre los comportamientos eficientes, cuándo no, incluso displicentes, fruto de la percepción fascinante de abundancia. La reforma implica ruptura, cambio de modelo; evidentemente, una mayor liberalización, mayor eficiencia, mayor competencia, mercado y competitividad. Lo contrario no es reforma: es, en realidad, una involución.

En todo caso, el objetivo de Energía Diario no es clarificar el concepto de reforma estructural o determinar metodológicamente la naturaleza de la misma desde el punto de vista económico. Es, simplemente, aclarar que en el caso del sector eléctrico y de las actuaciones que se están evaluando para resolver el gravísimo e imparable problema del déficit tarifario, no estamos hablando de una «reforma» per sé (expresada, de forma ansiosa, casi en un sentido catárquico o rupturista), sino del establecimiento de medidas legales que equilibren el coste del suministro con los precios de la electricidad (la tarifa) en el marco de un modelo coherente, consistente, empresarial y de mercado.

Algo necesario, además, para superar decisiones pasadas que socavaron el modelo por la vía de la modificación y la rectificación. Adulteraciones que son las que nos han llevado a una desviación sobre el funcionamiento del mismo. Y quizá, en este momento de velar las armas y las lanzas entre Industria y Hacienda tras su último encontronazo, profundizar sobre ello puede servir para introducir elementos de reflexión al respecto que permitan no perder la perspectiva.

Es un hecho, según se puede leer, la tendencia a reducir el ámbito de lo que se denomina modelo del sector eléctrico a cuestiones que, estando incluidas, no recogen la totalidad de sus componentes. El sector eléctrico no es, por tanto, únicamente el mix de generación. Es un modelo, un sistema que integra todas sus actividades asociadas de forma separada, la liberalización y desarrollo de las mismas en condiciones de mercado, el modelo empresarial de provisión del suministro y su correlato como modelo económico, así como la necesaria aditividad en el proceso de formación de precios.

Es, en sí, un todo que funciona armónicamente en esas condiciones, que garantiza el proceso de formación de precios, de financiación y de inversión en ausencia de intervenciones y discrecionalidades. O, al menos, así debería de ser. Solo es preciso comprobar cómo los precios de la electricidad en el mercado mayorista en España se sitúan en la misma línea o por debajo de los precios europeos, de forma razonable y coherente con las condiciones propias de nuestro mercado en términos de oferta, demanda y capacidad.

Así, y a cuenta del proyecto de ley que establece las figuras fiscales para tratar de absorber la diferencia entre el coste del suministro y los precios de la electricidad y, a la vez, dirigido a buscar la forma de resolver el déficit tarifario acumulado y pasado, se le ha asociado indebidamente la palabra reforma, incluso por sus propios artífices, alentados, además, por todos aquellos que esperan una ocasión para diseñar algo diferente a una política energética: una política de rentas administrada e intervencionista por tecnologías de generación. El riesgo de incurrir en esta falaz y errónea nominalización es grande en medio de esta vorágine informativa y sus tragaderas. Y sus consecuencias no son tan inocuas como parece, porque el lenguaje no es tampoco inocente y el adanismo no es tolerable.

Recordemos que el origen del déficit tarifario, en realidad, se deriva de un conjunto de decisiones políticas encadenadas y consecutivas: el control de los precios de la electricidad desde la Administración para situarlo secularmente por debajo del coste del suministro. Hecho consumado, muy agravado por otras decisiones añadidas y combinadas que son, si cabe, más imposibles de conciliar: crecimiento vertiginoso de los costes regulados, asunción de costes crecientes impropios y diferentes de los del suministro en la tarifa, desmadre en la ejecución de los Planes de Energías Renovables, política de primas muy descontrolada desde las Administraciones y generadora de redes clientelares a nivel autonómico, etc… Por tanto, en el caso del desfase origen del déficit tarifario, no es necesario reformar el modelo o el mercado, sino corregir y equilibrar los elementos que lo han quebrantado para hacerlo «insuficiente».

En realidad, lo que es preciso en la actualidad es conducir el modelo al equilibrio y eliminar las adulteraciones del mismo, situándolas en su lugar hasta el umbral en que la sociedad decida contribuir a las mismas desde el punto de vista de política fiscal. De esta forma, se trata de corregir, de reconducir, o, mejor, de orientarse al reequilibrio para garantizar los beneficios y la eficiencia que el modelo tiene si no se le introducen perturbaciones. En definitiva, también se trata de sufragar las deudas pasadas y actuar para no contraer más deudas futuras, en un ejercicio de asepsia económica de lo que deben ser los componentes del coste del suministro en un modelo empresarial y de mercado.

Pero es más: lo conocido en el fallido primer proyecto, hasta el momento, no podría ser calificable de «reforma» por tres motivos adicionales. Uno, porque su alcance es únicamente la determinación de medidas tanto en los ingresos y gastos fiscales asociados a la generación de electricidad, a las subastas de derechos de emisión y al céntimo verde (aunque por sus barbaridades y por las propuestas discriminatorias a las tecnologías hidráulica y nuclear provoquen, de paso, volar el mercado y la garantía de suministro).

Segundo, porque su objetivo no es, ni puede ser, ni debe ser, reventar por la vía fiscal el modelo actual de mercado que proporciona gran eficiencia a través de la traslación en la formación de precios de las condiciones de demanda, oferta y capacidad, por la vía de utilizar criterios ideológicos y despreciar la información económica y contable. Y, tercero, por algo mucho más esencial: que, en la actualidad, no se precisa «reformar» el modelo de sector, de suministro eléctrico y de mercado mayorista, sino que se trata de no adulterarlo.

Es cierto que, una vuelta a los principios y a la ortodoxia del modelo puede ser considerada de verdad como un «cambio» de los comportamientos de política energética y regulatorios precedentes, causantes de los problemas actuales (mañana los repasaremos). Pero, hablar de «reforma», en estas condiciones, puede ser más que una sobreactuación, incluso puede resultar el disfrazar de reforma una involución (como se pretende con el fallido primer proyecto conocido, justificado burdamente en términos de comunicación política por Hacienda) o, lo que es peor, un intento solapado de «dar gato por liebre».

Cerrado en las reformas

En la actualidad, es difícil diferenciar el grano de la paja, lo auténtico de lo sucedáneo. Y ese es el caso de la utilización de la palabra «reforma» en lo que se refiere a la economía. Numerosos economistas reivindican, con toda razón, la necesidad de realizar reformas estructurales en nuestra economía para proporcionar mayor competitividad a nuestro país en un mundo globalizado, así como para reducir la grasa acumulada en los años de bonanza y, a la vez, de gran inobservancia sobre los comportamientos eficientes, cuándo no, incluso displicentes, fruto de la percepción fascinante de abundancia. La reforma implica ruptura, cambio de modelo; evidentemente, una mayor liberalización, mayor eficiencia, mayor competencia, mercado y competitividad. Lo contrario no es reforma: es, en realidad, una involución.

En todo caso, el objetivo de Energía Diario no es clarificar el concepto de reforma estructural o determinar metodológicamente la naturaleza de la misma desde el punto de vista económico. Es, simplemente, aclarar que en el caso del sector eléctrico y de las actuaciones que se están evaluando para resolver el gravísimo e imparable problema del déficit tarifario, no estamos hablando de una «reforma» per sé (expresada, de forma ansiosa, casi en un sentido catárquico o rupturista), sino del establecimiento de medidas legales que equilibren el coste del suministro con los precios de la electricidad (la tarifa) en el marco de un modelo coherente, consistente, empresarial y de mercado.

Algo necesario, además, para superar decisiones pasadas que socavaron el modelo por la vía de la modificación y la rectificación. Adulteraciones que son las que nos han llevado a una desviación sobre el funcionamiento del mismo. Y quizá, en este momento de velar las armas y las lanzas entre Industria y Hacienda tras su último encontronazo, profundizar sobre ello puede servir para introducir elementos de reflexión al respecto que permitan no perder la perspectiva.

Es un hecho, según se puede leer, la tendencia a reducir el ámbito de lo que se denomina modelo del sector eléctrico a cuestiones que, estando incluidas, no recogen la totalidad de sus componentes. El sector eléctrico no es, por tanto, únicamente el mix de generación. Es un modelo, un sistema que integra todas sus actividades asociadas de forma separada, la liberalización y desarrollo de las mismas en condiciones de mercado, el modelo empresarial de provisión del suministro y su correlato como modelo económico, así como la necesaria aditividad en el proceso de formación de precios.

Es, en sí, un todo que funciona armónicamente en esas condiciones, que garantiza el proceso de formación de precios, de financiación y de inversión en ausencia de intervenciones y discrecionalidades. O, al menos, así debería de ser. Solo es preciso comprobar cómo los precios de la electricidad en el mercado mayorista en España se sitúan en la misma línea o por debajo de los precios europeos, de forma razonable y coherente con las condiciones propias de nuestro mercado en términos de oferta, demanda y capacidad.

Así, y a cuenta del proyecto de ley que establece las figuras fiscales para tratar de absorber la diferencia entre el coste del suministro y los precios de la electricidad y, a la vez, dirigido a buscar la forma de resolver el déficit tarifario acumulado y pasado, se le ha asociado indebidamente la palabra reforma, incluso por sus propios artífices, alentados, además, por todos aquellos que esperan una ocasión para diseñar algo diferente a una política energética: una política de rentas administrada e intervencionista por tecnologías de generación. El riesgo de incurrir en esta falaz y errónea nominalización es grande en medio de esta vorágine informativa y sus tragaderas. Y sus consecuencias no son tan inocuas como parece, porque el lenguaje no es tampoco inocente y el adanismo no es tolerable.

Recordemos que el origen del déficit tarifario, en realidad, se deriva de un conjunto de decisiones políticas encadenadas y consecutivas: el control de los precios de la electricidad desde la Administración para situarlo secularmente por debajo del coste del suministro. Hecho consumado, muy agravado por otras decisiones añadidas y combinadas que son, si cabe, más imposibles de conciliar: crecimiento vertiginoso de los costes regulados, asunción de costes crecientes impropios y diferentes de los del suministro en la tarifa, desmadre en la ejecución de los Planes de Energías Renovables, política de primas muy descontrolada desde las Administraciones y generadora de redes clientelares a nivel autonómico, etc… Por tanto, en el caso del desfase origen del déficit tarifario, no es necesario reformar el modelo o el mercado, sino corregir y equilibrar los elementos que lo han quebrantado para hacerlo «insuficiente».

En realidad, lo que es preciso en la actualidad es conducir el modelo al equilibrio y eliminar las adulteraciones del mismo, situándolas en su lugar hasta el umbral en que la sociedad decida contribuir a las mismas desde el punto de vista de política fiscal. De esta forma, se trata de corregir, de reconducir, o, mejor, de orientarse al reequilibrio para garantizar los beneficios y la eficiencia que el modelo tiene si no se le introducen perturbaciones. En definitiva, también se trata de sufragar las deudas pasadas y actuar para no contraer más deudas futuras, en un ejercicio de asepsia económica de lo que deben ser los componentes del coste del suministro en un modelo empresarial y de mercado.

Pero es más: lo conocido en el fallido primer proyecto, hasta el momento, no podría ser calificable de «reforma» por tres motivos adicionales. Uno, porque su alcance es únicamente la determinación de medidas tanto en los ingresos y gastos fiscales asociados a la generación de electricidad, a las subastas de derechos de emisión y al céntimo verde (aunque por sus barbaridades y por las propuestas discriminatorias a las tecnologías hidráulica y nuclear provoquen, de paso, volar el mercado y la garantía de suministro).

Segundo, porque su objetivo no es, ni puede ser, ni debe ser, reventar por la vía fiscal el modelo actual de mercado que proporciona gran eficiencia a través de la traslación en la formación de precios de las condiciones de demanda, oferta y capacidad, por la vía de utilizar criterios ideológicos y despreciar la información económica y contable. Y, tercero, por algo mucho más esencial: que, en la actualidad, no se precisa «reformar» el modelo de sector, de suministro eléctrico y de mercado mayorista, sino que se trata de no adulterarlo.

Es cierto que, una vuelta a los principios y a la ortodoxia del modelo puede ser considerada de verdad como un «cambio» de los comportamientos de política energética y regulatorios precedentes, causantes de los problemas actuales (mañana los repasaremos). Pero, hablar de «reforma», en estas condiciones, puede ser más que una sobreactuación, incluso puede resultar el disfrazar de reforma una involución (como se pretende con el fallido primer proyecto conocido, justificado burdamente en términos de comunicación política por Hacienda) o, lo que es peor, un intento solapado de «dar gato por liebre».

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