A propósito de la investigación de Competencia de la Unión Europea, decíamos ayer, una de las cuestiones que más han sorprendido a estas autoridades comunitarias es el volumen de las mismas y, a la vez, la carencia de estudios de demanda que avalasen estos incentivos. Aplicado a nuestro país el problema es que, con la sobreoferta existente de capacidad de generación y con la caída de demanda acumulada en los últimos años, aún no recuperada, desde las autoridades comunitarias no se aprecia justificación de su necesidad.
En el caso español, esto cobra especial relevancia en la medida en que se computa dentro del recibo de la luz en forma de costes de acceso, de forma que este apartado creció exponencialmente respecto a la evolución del coste de la energía consumida. Ya hay campañas en la red evidenciando tal desproporción. Cada estratagema de solución a problemas pasados genera nuevos problemas y éste es uno que se está larvando. Son varios los aprendizajes a extraer de esta situación:
En primer lugar, esta investigación respecto a los conceptos incluidos en los costes de acceso es algo que se veía venir y sobre lo que ya se había advertido en numerosas ocasiones y por numerosas voces expertas. Otra cosa es la voluntad férrea y marcada de no darnos por enterados de las malas noticias, o incluso de la ley de la gravedad si se diera el caso, habilidad que en España permite mirar hacia otro lado en lo que se refiere a las condiciones de competencia y el derecho comunitario.
Además, por su inclusión en la tarifa en forma de cuña gubernamental, el volumen de la misma es enorme para el consumidor español doméstico, empresarial e industrial. Por muy sofisticados que sean los sistemas de los que se han servido los sucesivos gobiernos para articular estas ayudas, su cuantía ha perdido cualquier relación con la realidad, la comparación y la necesidad. Aunque se adjudique mediante una subasta, si lo que se subasta no tiene correlato con su necesidad, es una cuestión que tarde o temprano se evidencia por si sola.
En segundo lugar, existe un consenso tácito entre nuestros políticos en el que se diluye la percepción de ayuda de Estado o de subvención en estos mecanismos, sin entrar en una valoración objetiva de los mismos. Por desconocimiento, por aquiescencia política o simplemente por evitarse problemas de opinión pública en la esfera representativa o deliberativa. La ortodoxia económica se ha perdido en el maremágnum de las declaraciones respecto de lo que se quiere oír. ¿Se imaginan al parlamento español interino votando en contra de estas tres figuras (ayudas al carbón, pagos por capacidad y pagos de interrumpibilidad) por ser ayudas de Estado, de forma semejante a las iniciativas que se están llevando contra la energía nuclear, el fracking o Garoña?
En tercer lugar, existe otro consenso, el consenso social, alrededor de estas ayudas y sus “finalidades”. Incluso los propios consumidores domésticos tienen una postura pública ausente, es decir, de mirar para otro lado aunque se sufraguen desde el recibo, dado que prefieren la vía de la intervención final administrativa en los precios que la ortodoxia basada en la formación de los mismos a través del mercado y, de forma aditiva, con los elementos que se incluyen en los peajes. Los consumidores y su representación son tolerantes a las subvenciones y los subsidios cruzados que encierran.
En efecto, existe un ambiente social que es propicio a estos mecanismos y ayudas, aunque suponga una factura del suministro más alta, plato de la balanza que se oculta. Que prefiere acudir a la demagogia y a la crítica de grano gordo a los precios eléctricos, tensionar los enfrentamientos antiempresariales que son de mucha más fácil venta, cuestionar el mercado mayorista o recurrir a la sempiterna cantinela de los windfall profits de los retroprogresivos, que atacar el problema, principal en términos cuantitativos, que es la cuña gubernamental incluida en los costes de acceso, criticando las subvenciones o sobreinversiones aunque sea lo sustancial por volumen. Evidentemente en una cultura económica y política como la española tan esquemática, eso no es sexy.
En cuarto lugar, todo procede del fracaso de una liberalización fallida e incompleta, que debería haber partido de la limpieza del recibo de esos costes; en ese caso, probablemente, los precios de la energía para los consumidores domésticos, empresariales e industriales, necesitados de competitividad, serían otros. Toda cuestión que sea considerada como subvención o como decisión política deberían cargarse en los Presupuestos Generales del Estado.
Adenda. Queda por saber qué ocurre y qué consideran las autoridades de competencia europeas, respecto de la “pieza separada” de los pasados modelos retributivos de las tecnologías renovables en régimen especial, claramente desbordados, exagerados y desproporcionados en ciertas tecnologías, pero cuya alteración en la denominada reforma eléctrica tiene efectos sobre la seguridad jurídica y la retroactividad en las inversiones en el Reino de España. El Gobierno español, por mano del Ministerio de Industria en la etapa Soria, intentó conseguir una declaración semejante, es decir, que fueran considerados como ayuda de Estado, como parapeto contra los arbitrajes y conflictos judiciales abiertos. Lo que está claro es que tenemos mucho en juego en este títere. Casi todos los costes de acceso. Veremos.